El deterioro de la institución presidencial no empezó en este gobierno. Se inició con Bachelet, siguió con Piñera y está llegando a un nivel lamentable durante el presente mandato de Gabriel Boric. Se puede analizar desde diferentes ángulos y problemas, pero posiblemente el enfoque de la inseguridad ciudadana global es el más grave, pues ningún país puede solucionar esto sin un ejercicio eficiente y activo de autoridad.
La frase casi olvidada de un expresidente advirtiendo que “hay que dejar que las instituciones funcionen” tiene poco sentido hoy en día. Si se espera que una inexistente rutina y la cómoda inercia de habitar los cargos solucionen los problemas, nada resultará bien. Porque la asincronía, querellas de competencia entre órganos y poderes del Estado, conspiraciones o simples descoordinaciones institucionales (donde estas últimas serían las más longevas y rutinarias) requieren de autoridad para superarse.
La vieja convicción del presidencialismo centralista de que con un diálogo en La Moneda todo se puede arreglar o al menos atemperar, no tiene hoy asidero en la realidad. La trilogía constitucional de Poderes del Estado no funciona pues estos poderes casi no dialogan entre sí, ensimismados cada uno de ellos en juegos de política orgánica interna para solucionar sus problemas, sin mucha voluntad de mirar lo que pasa en la sala del lado. La única preocupación es que otro poder, cualquiera sea, no interfiera en sus competencias.
El funcionamiento de tres poderes constitucionales no parece funcionar ya en el Estado de Chile. Si se lo observa con atención, corresponde muy certeramente a cómo funciona una escultura de Alexander Calder, es decir, sujeto a un equilibrio mecánico precario de partes diversas. La política nacional como una escultura de este autor, es hoy un florido mercado de espectáculos públicos o privados, en el que la mayoría de las figuras de la elite afloran sublimes en sus miserias cívicas o simplemente habitan el poder.
Sea por escándalos, desaciertos o simple ceguera de propios o de adversarios, esa elite se farreó un país estable y en crecimiento; y desde Bachelet I hasta ahora lo convirtió en un mercado de pulgas donde todo se vende o se compra. Y el eco persistente de temas o conceptos como La Polar, Exalmar, Caval, Penta, cascadas, ley de pesca o Soquimich se repiten como eco de tanto en tanto. Adornados con “equilibristas, bailarines y hasta un torero y un jinete montado en su carro”, todo hecho con materiales simples, “círculos de madera, trozos de tela, hilos de seda, lápiz y, por supuesto, alambre”. Tal cual una escultura de Calder.
En ese escenario el poder perdió la autoridad presidencial capaz de impulsar una agenda país y convocar al resto. El parlamento perdió su calidad de debate para transformarse en un escenario de favores con nombre de ley, y el poder judicial sucumbe en sus querellas internas bajo los riesgos de investigación del Ministerio Público.
Lo que está dejando el caso Hermosilla en el ambiente político nacional, además de un kitsh vulgar de corrupción política, es la manera amenazante como este organismo empieza a ejercer sus competencias, con un tono alejado de la ética democrática, sin mucha consideración por la presunción de inocencia como un derecho legal además de un derecho humano. Su consenso organizativo interno (o forma de enfrentar cada caso) tiene rasgos crecientes de discrecionalidad antes que de racionalidad constitucional y, en la anomia institucional del país, carece de un contradictor que lo presione hacia lo legítimo y lo legal en sus actuaciones.
Igual que el resto de los actores del sistema, el Ministerio Público debiera optar por la prudencia, pues la desproporción en el despliegue de recursos frente a los problemas reales, sean estos de carácter sectorial o de política nacional, es inversamente proporcional a la eficiencia que demuestra para resolverlos.
La pregunta de fondo es en qué parte o segmento del sistema político, y más específicamente en cuáles mecanismos del régimen político, radican las responsabilidades y la capacidad de impulsar una política de diálogo y acuerdo nacional para estabilizar institucionalmente al país. La respuesta lógica pareciera ser el Congreso Nacional, pero dada la situación anómica y la crisis de autoridad que se vive, la respuesta debe ser más consensuada políticamente, sin perjuicio que requiere ser institucional, legal y legítima.
Hoy no está claro quién le indica u ordena a los mas altos cargos de la administración del Estado que sus actos tienen un límite inobjetable en la transparencia y el deber de respetar la dignidad de sus contrapartes institucionales, además de las leyes. De ser prudentes y no alterar o contaminar aún más la regularidad en el funcionamiento de las instituciones.
Ejemplo impresentable de contaminación es lo actuado por el director general de Carabineros Ricardo Yáñez quien en un acto impropio de soberbia y poder, adoptó la decisión de ir a Brasil a una reunión ordinaria de Interpol, sin siquiera comunicarlo a la Fiscal que lleva su juicio en materia de derechos humanos vinculado al estallido social. Pese a que Ministerio Público y Carabineros declaman luchar codo a codo contra la delincuencia: ¿alguien puede creer después de este episodio que ello es cierto y no que todos se mandan solos?
De lo actuado por el general Yáñez: ¿supo la ministra del Interior de su viaje? ¿O efectivamente se manda sólo y en este caso asumió de facto la representación de Chile? ¿Hay que recordarle al general que la Interpol es un organismo de los países y no de las policías? A esto, entre otras cosas, se refiere la crisis de autoridad en esta columna, y no solo a los juicios presidenciales sobre un juicio en proceso.