Chile enfrenta un escenario donde la racionalidad política es el bien público más escaso para abordar la realidad, lo que tal vez es su peor amenaza. Por momentos los comportamientos políticos de la elite son una simulación de bienestar propios de Neverland (El País de Nunca Jamás de Peter Pan) reino de la felicidad permanente y agentes de poder infantilizados para siempre. En otros, el arrebato los lleva al reino del Señor de Las Moscas (Lord of the flies) en que priman mensajes de miedo, superstición, amenazas y poder autoritario. De ahí que la peor amenaza no proviene ni de los partidarios de Jack o del Capitán Garfio, sino de una elite que actúa fuera de la realidad.
En este escenario, los acuerdos de convivencia cuando se alcanzan solo son símbolos totémicos ocasionales para ejercicios comunicacionales populistas. Y en ellos, las instituciones, la representación política, las reglas del juego económico, la justicia o el bienestar de la gente constituyen simples espejismos de autoconvencimiento y material para discursos. Así, la convivencia pacífica y el desarrollo social se tornan conceptos vacíos pues la realidad cambia según sea el agente que la interpreta. Ello elimina toda responsabilidad pública.
La crisis de los principales poderes del Estado lo denota, siendo su primera víctima la dilución del principio de Autoridad. Nadie la tiene para convocar a un acuerdo de gobernabilidad y desarrollo que devuelva certidumbre al país.
La Corte Suprema, órgano superior del Poder Judicial con una veintena de miembros, tiene más del 30% de ellos inhabilitados por razones éticas o por prácticas indebidas en su ejercicio. Y todo el resto amenazado por su incompetencia en el cumplimiento de sus cometidos, además de investigaciones penales y querellas de grupos privados. El control administrativo que ella ejerce sobre los funcionarios de todo ese poder del Estado es casi inexistente. Bastaría una auditoria simple, lo que se ha pedido sin éxito, sobre su Corporación Administrativa, para comprobar un funcionamiento fragmentado, sin procedimientos regulares de control, y que ejecuta el presupuesto público del Poder Judicial sin que nadie certifique ni los fundamentos ni la probidad del gasto. Su personal directivo se autogobierna y adopta decisiones que inciden directa o indirectamente en la aplicación de Justicia y el funcionamiento de las salas judiciales, también sin control. Como ocurre con el sistema digital de distribución de causas y su algoritmo, que está bajo querella y largamente cuestionado de manipulación. En todo esto la Corte Suprema se omite o agazapa.
El gobierno sobrepasado permanentemente en materia de seguridad ciudadana y seguridad estratégica del Estado, experimentó uno de los peores golpes de prestigio con el llamado Caso Monsalve. El problema, si bien muy grave, no es la eventual comisión del delito del cual se acusa al ex subsecretario de Interior y que tiene curso de investigación criminal. El problema es la mezcla de affaire privado con política pública que permitieron las actuaciones del presidente y su ministra del Interior al no adoptar las decisiones debidas. No previeron ni tuvieron manejo de crisis.
Atravesado el Estado de manera transversal por investigaciones criminales, sus instituciones han perdido noción de su misión, y fijan su agenda bajo criterios de oportunidad y factores comunicacionales. Esa agenda de interés privado ha llevado incluso que el Consejo de Defensa del Estado acuerde con el Ministerio Público la defensa conjunta del Fiscal Nacional Angel Valencia ante una acusación particular en el caso Hermosilla. Algo completamente fuera de cánones republicanos.
La agresión política y la apropiación permanente de fondos fiscales un robo directo al bolsillo de todos los ciudadanos y no solo una falta a la probidad. Particularmente odioso cuando se lo hace para generar un vértigo de parranda política en época electoral con el fin de ganarle al otro “por el interés de Chile”. Ello tiene ejemplos tanto en el gobierno central como en los gobiernos regionales y locales de una manera política absolutamente transversal. Una rebelión de las elites en contra de la ciudadanía.
El momento es complejo. Las cifras económicas actuales no acompañan ni las promesas del País de Nunca Jamás ni el orden del Señor de las Moscas. El bajo crecimiento proyectado, acompañando de una inflación que este año bordeará el 5%, no son buenas noticias para el crecimiento nacional.
En los días previos al llamado estallido social, hace cinco años, se produjeron dos hechos que fueron, no se sabe si grandes o pequeños, detonantes de esa situación. Similares a los de hoy. Un alza en los precios del transporte y una significativa en las tarifas de la luz. Todo en un ambiente de malestar ciudadano acumulado en materia de salud y de pensiones. Como en la actualidad, también las autoridades argumentaron en los días previos que todo estaba bajo control. Pero igual se produjo el estallido.
A diferencia de entonces hoy tenemos un gobierno mucho más débil, una justicia que casi no funciona, mayor criminalidad, aumento de la informalidad y una política polarizada y fragmentada que no se pone de acuerdo ni en su propia cocina. Y lo peor, la expectativa de las elites de que unas elecciones ganadas solucionan los problemas. No parece sensato.