El subdesarrollo de la inteligencia de seguridad en Chile

 

El aumento de casos de extorsión y secuestros en el país ha provocado una explosión de iniciativas judiciales y de ley para controlar la criminalidad que llena páginas con noticias de hechos delictivos. Todas ellas se han enfocado a cuestiones operativas criminales como la creación de bloques especiales de investigación y represión, mesas de trabajo o coordinación policial y, por supuesto, llamativas promesas de nuevas leyes para aumentar las penas. Es decir, una reacción casi ciega e histérica sobre algo cuya complejidad se desconoce.

Ninguna de esas iniciativas se ha enfocado mínimamente en analizar la falta de inteligencia estratégica que en materia de criminalidad exhibe el país. Incluyendo en ello la fantasmagórica existencia de la Agencia Nacional de Inteligencia, ANI. Chile no tiene ni comprensión antropológica ni conceptos claros sobre las formas sociales de la ola delictiva que se vive, tanto en la base de la sociedad como en materia de corrupción y delitos de cuello y corbata. No sabe sobre cuáles bases estructurales se asienta el tipo de organización criminal que se busca combatir ni cuantos modos organizacionales hay. Por lo tanto, la histeria espasmódica que muestra el Estado no es otra cosa que la expresión del subdesarrollo político e intelectual de la elite política nacional. Siempre a la zaga de los hechos, o ensimismada en construir un relato político de sí misma, sin una mínima idea de país y su evolución.

En los barrios desde hace años existen funerales y memoriales narcos, precarización y control mafioso de los espacios públicos, micro usura y extorsión del comercio ambulante o del micro comercio establecido. Las migraciones ilegales no empezaron ayer, y su explotación y asentamiento masivo se realizó incluso con protección o indiferencia del Estado, al igual que las tomas de terreno para construir urbanizaciones ilegales o la ocupación de inmuebles abandonados. Todo fue percibido por las autoridades como algo ocasional, lo que daba fundamento a una reforma legal y un “ahora sí”. Nada como preocupación por una nueva cultura de la ocupación de las ciudades y sus barrios, que acarreaba trastornos estructurales en materia de seguridad o deterioro de servicios.

Las autoridades no percibieron que de tal realidad se desprendían formas nuevas de gobernanza de territorios, primero con el control de los barrios y luego con la implantación organizada de actividades ilegales, en una escala desde lo más simple como microtráfico de drogas, alcohol y fármacos, hasta la vacuna por protección en barrios inseguros, el sicariato de baja monta, o el enrolamiento de “soldados” de bandas en ciernes. Lo que en la Colombia y Venezuela de los años 70 y 80 del siglo pasado se denominó de “la barra a la banda”, luego que apareciera un estudio de antropología social de Medellín, acerca del cambio de carácter de la criminalidad en la base social.

El fenómeno del Tren de Aragua y bandas similares de Venezuela y su expansión al resto de la región no habría sido posible sin el impulso y protección del gobierno lumpen de Nicolás Maduro. La consolidación de la forma de organización criminal denominada “pranato” (de pran, sigla de preso rematado asesino nato) se da en la interacción de una prisión como centro organizacional y un territorio urbano libre de policías que la articule con el exterior. En el caso del Tren de Aragua fue la cárcel de Tocorón y el barrio de San Vicente, en el municipio Giradot, donde no se permite la entrada de fuerzas policiales desde 2014, cuando se le incorporó al proyecto de las Zonas de Paz del gobierno de Maduro. Este, para “pacificar a las bandas criminales” tomó la idea de las zonas de despeje o de distensión utilizada por el gobierno de Andrés Pastrana en Colombia para facilitar los acuerdos con la guerrilla de las FARC-EP.

Con ese paraguas y ese apoyo, el Tren de Aragua montó una corporación criminal en Venezuela, que hoy está en pleno proceso de colonización de parte importante del Cono Sur. Con delitos de extorsión dentro y fuera de las cárceles, delitos informáticos, tráfico y trata de personas, tráfico de armas y municiones, contrabando, secuestros, tráfico de drogas, lavado de dinero, robo de vehículos (portonazos), sicariato, minería ilegal o fuerza de choque arrendada para controlar barrios, infraestructuras críticas como puertos o servicios de transporte o reprimir manifestaciones.

Tren de Aragua pagó el up grade organizacional ayudando a reprimir las movilizaciones por más democracia en Venezuela, aunque también con fuerza de trabajo casi esclava de presos para la explotación ilegal del Arco Minero del Orinoco.

Es indudable que nada de esto hubiera sido posible sin el apoyo u omisión del gobierno venezolano. Y sin la existencia complementaria de otras dos patas estructurales más: la existencia de una alianza mafiosa entre lumpen política y poder empresarial mafioso que capturó el Estado, y un poder militar corporativizado. Lo primero hizo del país un modelo disruptivo de la democracia, con inversiones de dineros públicos para fines privados mediante testaferros, incluso en países como Bolivia, Brasil o Paraguay. Lo segundo, hizo de lo militar una corporación apta para negocios ilícitos como la minería ilegal, con bajo resguardo de la soberanía nacional.

La pregunta es si este puzle geopolítico de seguridad, que en su fase actual de colonización criminal de base desordena y hace porosas las instituciones del país puede ser enfrentado con la precariedad de medios intelectuales y materiales que Chile exhibe hoy en materia de gobierno. Lo segundo, y más tenebroso, es si sus impactos disolventes serían reversibles si llegaran a instalarse en niveles menos transparentes de la vida nacional y corrompieran sus sistemas financieros, el mercado de valores o debilitaran los mecanismos decisorios de la política judicial o del Gobierno. Difícil saberlo si el gobierno es solo generación de consignas.