Criminalidad, la guerra de baja intensidad que nos aqueja

El ambiente de inseguridad que viven las principales ciudades del país es el de una atmósfera de guerra de baja intensidad. Con enfrentamientos entre grupos y contra la autoridad, en territorios urbanos densos. En ellos hay víctimas directas y daños colaterales (niños, ancianos y toda clase de gente inocente) y toda la población circundante experimenta el riesgo. Los lugares críticos son acotados y generalmente conocidos por la autoridad. A veces son tratados con operativos especiales y otras simplemente omitidos de una vigilancia regular, pasando a ser zonas de sacrificio.

En Santiago la guerra de baja intensidad pertenece a comunas como Puente Alto, Maipú, Renca, Quilicura, Independencia, San Bernardo, Lo Espejo, la Pintana, Santiago y Estación Central. Algunos de ellos han madurado en control del crimen organizado de manera más rápida, como en Puente Alto, donde subrepticiamente la criminalidad ha empezado a cercar a la política y podría tener resultados en la elección de octubre. La repartición oligárquica del gobierno municipal entre los partidos de derecha, y la omisión culposa del alcalde saliente German Codina son causa determinante. Este ha eludido abrir claramente el tema con el pretexto de cuidar su capital político, y dejado en la oscuridad noticiosa de que para el funcionamiento de muchas de las iniciativas de políticas sociales la autoridad deba negociar la seguridad de los funcionarios y la identidad de los beneficiarios. Todo en medio de un creciente vigilantismo barrial que se camufla en los movimientos sociales, y que el oficialismo aplaude dejando botado a su candidato Luis Escanilla.

En ese contexto, esa comuna-ciudad, corre el riesgo de surgir en poco tiempo como Envigado en Colombia, refugio inicial de Pablo Escobar que con dinero del narcotráfico construía viviendas, tenía subsidios de cesantía y era calificado por las autoridades como el “el municipio mejor administrado de Colombia

Todos los territorios que asemejan guerras de baja intensidad tienen un hábitat social mayoritario de ciudadanos decentes. Pero también un sustrato social minoritario de grupos irregulares organizados como barras o bandas, con diferente capacidad organizativa, número de miembros y motivos. Algunas son más estructuradas y con mayor clivaje criminal, aunque en general presentan rasgos que las hacen muy parecidas. Jóvenes marginales, culturalmente precarios y violentos, con alguna experiencia de fuego, cárcel o reclusión menor y hambre de figuración.

El horizonte primario de seguridad y bienestar para ellos es el control del barrio o una parte de él, marcado de manera excluyente y el que depredan usando el miedo como mecanismo privilegiado. Ostentan violencia manipulando públicamente armas y se transforman en agentes disolventes del tejido social sano de la comunidad. Las bandas son mixtas en materia de género, y sus ingresos provienen de trabajos ocasionales menores, microtráfico de drogas por encargo, hurtos o robos menores, prostitución y encargos criminales de terceros. Se consideran alternativa contestataria urbana y para ellos todo es ocasional.

Este sustrato social lo describí hace más de quince años en una columna para el diario El Mostrador titulada “Tío ¿me presta un fierro?” en que alertaba frente a la creciente violencia juvenil tras el fracaso de la escuela como entidad formativa de pre ciudadanía y de la educación como mecanismo de movilidad social.

Lo descrito y que es la atmósfera de ciudad pánico que vive el país no es el crimen organizado propiamente tal, sino la base de marginalidad donde el crimen organizado recluta sus soldados y desarrolla su influencia territorial.

En ese sustrato compiten las políticas educacionales y de extensión cultural y prevención del delito del Estado, en sus diferentes niveles. Todas o la mayoría sin éxito. Porque se trata de un sustrato social de acelerado cambio cultural y que con la llegada de oleadas de inmigrantes se ha hecho híbrido en múltiples aspectos, reproduciendo modelos simbólicos de éxito, integración, respeto, viveza o destreza de la calle; y modelos básico de consumo que la economía de las cuentas fiscales es incapaz de describir y menos costear.

Para esta carga de realidad el país no tiene agenda política ni técnica de seguridad.  Porque no tiene inteligencia social estratégica ni tampoco instrumentos policiales capaces de adaptar mecanismos de prevención, contención o de represión. No tiene políticas culturales, ni concepto de barrios, y su desempeño educacional y laboral es fatal. La carencia de conocimiento de la realidad en los diseños urbanísticos produce guetos, y eso cuando existe  diseño y no simple especulación o captura de mecanismos de lavado dinero como son derechamente algunos desarrollos inmobiliarios.

El sustrato social de base produce la atmósfera de inseguridad agresiva que la criminalidad dura aprovecha cuando por razones prácticas y económicas lo requiere.  Porque el crimen organizado para ser tal no es una forma de vida sino un negocio. Que, además de las condiciones materiales en que se reproduce y que se debe habilitar, necesita ser rentable.

Para combatirlo no basta solo una capacidad operativa policial, mejores cárceles o una investigación penal acuciosa y rápida. Necesita algo más que el país no tiene y que es inteligencia estratégica, sobre todo financiera. Y una visión criminológica que convierta el dinero sucio en una plaga bacteriana que se debe eliminar rápidamente. Dinero que no se acumula, no es propiedad privada, no se hereda, ni paga placer o bienestar, ni menos paga servicios profesionales de manera anónima.

Si el Estado en Chile insiste en agendas legislativas con decenas de iniciativas de leyes sobre seguridad, discusiones de años sobre las reglas del uso de la fuerza o dónde construir las cáceles, y posterga la modernización de sus policías y su política criminal, va derecho al fracaso. La batalla de la prevención ya la perdió, como está perdida la batalla por un sistema nacional de inteligencia policial que pudo haberse hecho hace años y que solo la pusilanimidad de los  gobiernos desde el año 2000 hasta el actual transformó un tema tabú o la peor broma de la democracia.