El borde del abismo en materia de corrupción

Columna

Transparencia internacional define la corrupción como el abuso de poder en beneficio privado. Según esa definición, Chile sería un país corrupto de manera muy generalizada.

Contrariamente a lo que se piensa cuando se habla de corrupción, la definición no se encuadra solo en un contenido penal. Tiene un significado ético más amplio en el funcionamiento público global de la sociedad. Especialmente para sus instituciones, las cuales, si operan fuera de transparencia, equilibrio, control y responsabilidad pública, contribuyen a la proliferación de conductas corruptas y corruptivas pues caen en un uso discrecional y opaco de su poder.

A la socorrida frase de un expresidente de que “hay que dejar que las instituciones funcionen” se debe agregar aquella de la sabiduría popular “pero hay que controlarlas y exigirles transparencia en lo que hacen”, de lo contrario, operan bajo interés privado. Para que efectivamente funcione la democracia, el control riguroso de su accionar es esencial para que no se desliguen del respeto de los derechos y la dignidad de los ciudadanos.

Históricamente se ha presentado a Chile como “un país pobre, pero honrado” frase del dramaturgo Marco Antonio de la Parra. Pero en realidad desde siempre, el ingenio criollo ha usado el poder político como palanca de corrupción e intereses privados, incluso desde los albores de la Patria. Tal es el caso de Don Juan Martínez de Rosas, prócer político de la Independencia, que mientras ejercía de asesor del segundo piso del Gobernador realista Francisco García Carrasco, se conchavó con terceros para apoderarse del botín del buque inglés Escorpión, lo que incluyó el asesinato del capitán del barco. Descubierto y defenestrado del cargo al igual que su jefe, aunque impune, huyó a refugiarse en su natal Concepción para sustraerse a toda justicia.

El debido proceso no consiste en solo procedimientos legales a ser observados de manera estricta por los operadores de la ley. Consiste antes que nada en que el acto final de impartir justicia sea producto de fundamentos de hecho y de derecho sólidos, recabados en forma y tiempo.

Chile ha normalizado que sus instituciones policiales, además de ineficientes en el combate a la delincuencia, se transformen ellas mismas en organizaciones de dudosa ética, que facilitan o directamente intervienen en la comisión de delitos de malversación, negociación incompatible o cohecho. La mayoría de las veces con total impunidad o solo sanciones administrativas.

Pero entre los hechos más graves que hoy ocurren está el descontrol de criterios de orientación con que se está manejando el Ministerio Público. La necesaria autonomía investigativa de los fiscales en muchos casos se ha excedido hacia una discrecionalidad que raya en la ilegalidad. No solo al exceder con creces los plazos que la ley determina para llevar adelante las investigaciones e imputar sino, lo más anormal, con plazos interminables en casos que tienen sabor de escándalo político y lesionan la credibilidad de la propia institución. Sin que la autoridad superior lo corrija.

Como ejemplo está la imputación de la ex ministra Jeanette Vega por acciones de una asesora, poniendo en entredicho la competencia de un ministro -y del gobierno- para actuar en la disuasión de la violencia política en La Araucanía. También lo es la presión incalificable y fuera de formas democráticas sobre un diputado de la República, Jaime Mulet, y según este ha declarado, para anticiparse a la Vista del Fuero de que está investido, por los Tribunales de Justicia. Tampoco es aceptable, en cualquier caso que sea, el uso de la prisión preventiva como un mecanismo de coacción para obtener pruebas que permitan imputar a terceros, denigrando derechos individuales e instrumentalizando su carácter de medida cautelar. Es una lesión grave a los Derechos Humanos.

Todos estos actos, ilegítimos en una democracia y que debieran ser calificados por los Tribunales de Justicia, contrastan con la baja o nula eficiencia para investigar uno de los peores eventos contra la democracia como fue el financiamiento ilegal de la política. Esta, luego de más de 8 años, se ha diluido en la nada.

En estas materias es complejo generalizar, pero el problema adquiere nitidez con la llegada de Jorge Abbott Charme, hoy en retiro, al cargo de Fiscal Nacional. Tales hechos empezaron a ocurrir marcadamente hasta, prácticamente, desquiciar parte sustantiva del funcionamiento de la Fiscalía.  Entre estos, uno de los hechos más irritantes se produjo en contra de la ex Ministra de Justicia Javiera Blanco, incluida la apelación a la Corte Suprema de la sentencia que la liberaba de todo cargo, y que terminó en nada, porque nada había. Esa investigación duró 6 años.

La ausencia de autoridad y la instrumentalización política de la Fiscalía Nacional durante el ejercicio de su cargo fue notoria tanto en el caso de Javiera Blanco como en otros. Llevando a la conclusión que nunca fue la mejor persona para dirigir el Ministerio Público. La prueba de cargo es que llegó al mismo, pese una dudosa eficiencia como Director Administrativo. En ese cargo Abbott empezó con el Programa de Asistencia a los Fiscales, PAF, su carta de presentación, el que hasta hoy no funciona, luego de 12 años de ensayo y error. Ese Programa incluyó sospechas de malversación en su asignación a una firma inepta -que en estricto rigor debiera haber sido investigada en la época- y errores operativos nunca solucionados. Tal nivel de desorden y descontrol evidencian hoy un debilitamiento global del Ministerio Público y un creciente desprestigio corporativo. En un hecho insólito, Abbott acaba de abandonar su cargo con una querella civil pendiente por su responsabilidad en actos de discrecionalidad  de la Fiscalía, presentados por los abogados Ramón Briones y Hernán Bosselin, en una de las aristas que tiene la maraña de imputaciones hechas a Jaime Mulet.

De ahí la importancia de determinar el perfil del nuevo Fiscal que requiere la Fiscalía Nacional, después del fracaso con la designación de Abbott, producida por una extraña unanimidad y un largo período de consultas, que habla mal del rol de los senadores de la época. El juicio de la opinión pública es que ella se debió a la presión política de La Moneda y el Caso Caval.

El debido proceso no consiste en solo procedimientos legales a ser observados de manera estricta por los operadores de la ley. Consiste antes que nada en que el acto final de impartir justicia sea producto de fundamentos de hecho y de derecho sólidos, recabados en forma y tiempo. Ello determina que el debido proceso también incluye la dignidad y derecho de no ser ajusticiado públicamente, en imagen o dignidad, mediante un procedimiento discrecional y arbitrario que nunca arriba a nada, no por falta de pruebas sino porque en la acción discrecional del órgano investigador, había conciencia de que no existían. Esa discrecionalidad es arbitrariedad y el borde del abismo en materia de corrupción en un Estado Democrático.

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Abogado, analista político y experto en temas de seguridad.