La crisis que atraviesa el país no debiera ser una sorpresa, fruto del azar o de un colapso repentino. Es, por el contrario, el desenlace predecible de haber omitido decisiones sobre una enorme cantidad de problemas importante durante décadas, o haber sido incapaces de preverlas como crisis futuras, en materia judicial, de seguridad o de gestión política. Hoy ellas– finalmente maduras- han empezado a deglutir la poca legitimidad que expresa el sistema institucional de Chile.
Por décadas, el país mantuvo sin reformas sustantivas un diseño organizativo de la administración y la gestión política del Estado, pre y post régimen militar, basado en la lógica de la necesidad de asegurar una autonomía simple y autocontrolada de sus órganos superiores, sin que estos tuvieran la convicción de pertenecer a un sistema de poderes que debía actuar y desarrollarse de manera armónica, con un solo criterio de control de su racionalidad de servicio público. Esa autonomía simple, en democracia devino rápidamente en autarquía y discrecionalidad que, al introducirse modernizaciones ineludibles como la reforma del sistema de procedimiento penal, los nuevos organismos creados la profundizaron y reprodujeron como cultura de estructuras cerradas, jerárquicas y escasamente fiscalizadas.
Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en el sector Justicia donde a pesar de múltiples señales de deterioro —fallos cuestionados, procesos opacos, conflictos de interés, corrupción— existen pocas señales de rectificación. El resultado es un sistema que en demasiados casos deja de aplicar el principio de igualdad ante la ley, no ofrece seguridad jurídica y permite que el acceso a la justicia dependa del poder del litigante, y no del mérito jurídico de la causa.
El sistema judicial representa así, con particular nitidez, el fracaso institucional de Chile. Permite el trámite de quiebras con activos de alto valor económico sin siquiera una mediana fiscalización; se aceptan valoraciones irrisorias de bienes estratégicos de un fallido en una especie de rapiña judicial de la que hacen parte jueces, peritos y síndicos de quiebra, todo con lesión de la fe pública. Y, con la omisión de los organismos públicos obligados, se niega de facto el principio de tutela judicial a los litigantes, dejando librado a la discrecionalidad y “la sana crítica” del juez la resolución sobre controversias legales que inciden en los resultados arbitrarios o ilegales de múltiples causas. Para muestra, la quiebra de Curauma S.A; la Insolvencia Transfronteriza de Latam, el juicio por sabotaje informático que afectó al presidente de la República Gabriel Boric, entre varios otros.
Así, parecen naturales las actuaciones jurídicas cuestionables sin reacción institucional de control, legalidad y transparencia. Y órganos que debiesen defender el interés público optan por la omisión y el silencio. Algo que se ha convertido en falla sistémica, que se vio venir y se denunció, pero no se corrigió.
Deterioro económico
Ese deterioro institucional ha sido paralelo —ya sea como causa o efecto— de una crisis económica con fuerte vínculo a las decisiones políticas. La carencia de certezas regulatorias, la ineficiencia de organismos fiscalizadores, la captura de decisiones clave por intereses privados y un descrédito generalizado de la eficiencia y capacidad técnica del Estado erosionaron la percepción del funcionamiento sano de los mercados y la fe de los inversionistas, debilitando la actividad productiva y comprometiendo las bases de un desarrollo sostenible. En un país donde decisiones judiciales estratégicas se demoran hasta décadas, o se ven presionadas de manera evidente por lobbies o intereses que operan por fuera de la legalidad y la transparencia, la economía formal opera en condiciones de inseguridad jurídica.
Si a lo anterior se suma un Estado que gasta mal y recauda de manera regresiva, resulta casi imposible que su gestión logre un crecimiento en cohesión social y estabilidad.
En política pública se optó por el inmovilismo. Con una franja de certidumbre muy estrecha, las reformas en salud, pensiones, educación, vivienda, productividad, innovación y financiamiento del desarrollo son inevitablemente parciales y reactivas, y terminan bloqueadas por intereses corporativos. El practicismo inmediatista de la política privilegia la contención sobre la transformación, la administración de la desigualdad en vez de su corrección, y una agenda extendida, minuciosa y ambigua de promesas imposibles de agrupar o cumplir.
El ejemplo al canto es la seguridad pública. Las respuestas legislativas han sido fragmentarias, mientras las reformas mayores que precisan ley esperan años. La atención se centra en aumentar penas o militarizar funciones, sin abordar el fondo del problema: la desarticulación del Estado en los territorios, la obsolescencia de los sistemas de inteligencia y ciberseguridad, y la falta de control efectivo sobre instituciones policiales en crisis. Se persigue solo personas y no patrimonios criminales. El crimen organizado ha avanzado donde el Estado se ha replegado o ha fallado en construir cohesión y adhesión social y, por lo tanto, legitimidad.
La ciudadanía está respondiendo con su estado de ánimo: la desafección. La confianza en las instituciones se ha desplomado, la participación política ha oscilado entre el voto obligatorio y el desencanto, y la noción de justicia se ha vuelto, para muchos, una ilusión inaccesible. La institucionalidad se vacía cuando deja de operar con legitimidad, y el mercado se retrae cuando esa legitimidad no ofrece garantías mínimas de equidad, estabilidad y legalidad.
Lo más grave no es la crisis misma, sino que ella era predecible. Lo obvio fue ignorado. Las señales estaban ahí: un sistema judicial capturado, una economía estancada, un Estado sin rumbo, una política sin proyecto. Y, aun así, se eligió no actuar. Se prefirió administrar la decadencia antes que confrontar sus causas. El país ya necesita mucho más que ajustes técnicos. Necesita una refundación institucional seria, legítima y eficiente. Con urgencia.