Werner von Secca
Me cuentan que Patricio Bañados se pegó un tiro. Me muestran su certificado de defunción, traumatismo cráneo encefálico por bala.
Pienso, Gabriel García Márquez no habría dicho se suicidó, diría “se puso a salvo de los tormentos de la memoria”; no con un sahumerio de cianuro de oro como Jeremiah de Saint-Amour en el Amor en los Tiempos del Cólera, sino que con una bala a la que le había puesto su nombre quizá hacía cuanto tiempo atrás.
No pretendo conocer los motivos de su decisión, pero no me cabe duda que fue una decisión racional, meditada, reflexiva, es lo que esperaría de un tipo que en su vida pública manifestó y demostró esos atributos.
Pero tal vez no, pudo haber sido un impulso motivado por quizás que tribulaciones. Tal vez por la avanzada edad que tenía – pero quiero creer que todavía racionalmente entero – simplemente lo atormentara la impudicia de la senectud que lo pudo estar afectando, esa que impide gobernar movimientos, impulsos primarios, esfínteres. ¿Quién quiere la decrepitud?
Vuelvo a citar a don Gabo, “nadie se muere cuando quiere, sino cuando puede”. Es cierto en la gran mayoría de los casos, en la inmensa mayoría diría. La edad se nos viene encima sin advertirlo, la decrepitud nos sorprende sin pedirnos permiso y la voluntad se esfuma sin decir agua va, simplemente un día ya no dependes de ti, gradualmente vas perdiendo autonomía, al principio son pequeñas cosas, dónde dejé los lentes, dónde las llaves, la rodilla que ya no te permite bajar o subir escaleras, la vista que se va y ni los lentes te ayudan, y de pronto te estás preguntando quien es esa persona que nunca has visto y te dice que es tu hijo.
No, no se puede llegar a eso, ni puede haber alguien que lo permita. Hoy expreso, estando en pleno uso de mis facultades, que si por distracción imperdonable no adopto la decisión de poner término a mis días antes de llegar a ser incapaz de valerme por mis propios medios, con los últimos pesos que queden en mi cuenta me llevan a Bélgica, a Holanda o Luxemburgo, únicos países lo suficientemente civilizados que han podido torcerle la mano a los que dicen que existe un ser que nunca han visto, que nos mandata a mantenernos con vida mientras respiremos porque si no el infierno de Dante nos estará esperando para acogernos, porque sépanlo los que todavía no lo saben, que ya no se venden bulas papales que nos puedan librar de él.
Mientras tanto, esperaría de nuestro legislador que en un intervalo lúcido se desprendiera de esos dogmas infantiles, y dieran paso a la más que humanitaria idea de prescindir de resquemores morales o religiosos y nos reconociera el derecho – humano por antonomasia – de resolver de la manera que mejor nos parezca, cuándo y cómo nos gustaría morir, para verdaderamente decorar el oriente eterno, como diría un masón y no mancharlo con los despojos que deja la parca cuando llega de forma lenta.
Pero dado que una buena idea solo cristaliza muchos años después, no queda otra, por ahora, que tomar nuestras propias decisiones como lo hizo Patricio Bañados, un grande que, una vez más, hizo lo que le pareció correcto y por lo mismo para él, mis respetos.