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    Ineficiencia y corrupción fiscal en Chile

    El discurso gubernamental sobre el Presupuesto 2026, primer año del relevo en la jefatura del Estado, buscó proyectar la imagen de orden fiscal, sostenibilidad social y eficiencia en el gasto público. Pero ello resulta dudoso dada la crisis que atraviesa el país y la baja credibilidad que tiene el gobierno. La percepción es que bajo esa retórica se oculta una estructura estatal sobredimensionada, poca rendición de cuentas y altos niveles de ineficiencia administrativa, que en el actual gobierno han sido evidentes. Las afirmaciones de que “se contuvo la deuda pública” o “se cerraron programas mal evaluados”, atribuyen indirectamente culpa a terceros en materia de desequilibrio fiscal que, aun siendo correcta, al mismo tiempo encubre un sistema que sigue destinando recursos a programas sin resultados medibles y que mantiene en su gestión redes clientelares y circuitos de favores institucionalizados.

    El ministro de Hacienda, Nicolás Grau (ex de Economía de este gobierno), y la directora de Presupuestos, Javiera Martínez, destacan la redistribución de U$2.800 millones como símbolo de eficiencia, ante la exigencia de recortar U$ 6 mil millones hecha por la oposición. Tal cifra oficial solo sirve para revelar la magnitud del desorden al constatar la reasignación de recursos mal administrados durante años. Pero soslaya que es el propio ministerio de Hacienda y sus organismos dependientes la Hidra de Lerna de la administración financiera fiscal. La simple eliminación de una veintena de programas públicos apenas roza la superficie de un Estado que mantiene más de 800 fondos, la mayoría sin evaluación de impacto ni auditoría efectiva. Así, la política fiscal, como técnica discursiva, se convierte en un lenguaje burocrático que oculta decisiones políticas erráticas y una gestión autocomplaciente.

    Las proyecciones macroeconómicas son, en estricto rigor, ejercicios de contabilidad política. El crecimiento sostenible que se proyecta descansa en reformas aún no implementadas: Ley Marco de Autorizaciones Sectoriales o la Reforma de Pensiones. Se omite el análisis de la calidad del gasto y la eficiencia fiscalizadora. Los ajustes contables y reasignaciones internas no implican una contención estructural del endeudamiento ni tampoco una gestión pública más eficiente.

    Así, el Informe de Finanzas Públicas y la promesa de un gasto que crecerá solo 1,7% en 2026 resulta débil. La austeridad numérica no equivale a eficiencia y reducir el gasto sin reformar la matriz de asignación solo perpetúa la ineficiencia bajo otro nombre. El gasto público chileno continúa fragmentado, con instituciones que duplican funciones, programas que sobreviven por inercia y mecanismos internos de evaluación sin independencia técnica. La Dipres, que celebra haber modernizado los modelos de proyección de ingresos, omite reconocer la debilidad estructural del control del gasto, la falta de auditorías externas y la ausencia de sanciones ante las irregularidades detectadas.

    ¿Control u omisión regulatoria?

    La duda que emerge es si la corrupción, más alta cada día, no es una anomalía sino una forma de gestión del aparato público chileno. Los sistemas de control —Contraloría, CMF, superintendencias, entre otros— operan en modo reactivo, sin capacidad real de prevención, ni menos voluntad de reparación. Las denominadas “reasignaciones de gasto” no son correcciones virtuosas, sino maniobras que evidencian años de despilfarro institucional sin consecuencias políticas ni penales para los responsables. Frente a esto, basta mirar el ministerio de Vivienda, no solo el actual sino desde Bachelet y Piñera hacia acá, frente a un país que ya tiene una crisis estructural de déficit en viviendas.

    El caso de la Comisión para el Mercado Financiero (CMF), dependiente del Ministerio de Hacienda, o sea Grau y Cía. ejemplifica también la corrupción desnudando la otra cara del problema: la corrupción al interior de los organismos de supervisión que luego de años convergen en un escenario de impunidad. Las denuncias vinculadas al grupo financiero EuroAmerica demuestran cómo la legalidad formal puede utilizarse para burlar la ética pública y el principio de responsabilidad fiscal.

    Tres operaciones de este grupo —la quiebra de Curauma; el caso Enjoy en la colusión de casinos, y la compra de la Clínica Las Condes, en ese mismo orden y en un lapso de 10 años y otros que no se mencionan— muestran un patrón reiterado de conflictos de interés, triangulación de activos y uso de empresas reguladas para financiar pérdidas de su matriz o para hacerse del patrimonio de terceros, todo ante la pasividad de la CMF.

    En la compra de Clínica Las Condes, EuroAmerica adquirió bonos y acciones de una empresa en crisis, mediante omisiones regulatorias (OPA) y uso de información privilegiada que hoy investiga la justicia. En el caso Enjoy una estructura de préstamos y reconversión de deuda permitió al holding del que participaba EuroAmerica transformarse en principal accionista de una empresa insolvente, sin que se activaran las alarmas regulatorias al estar involucrados fondos de pensiones. El caso Enjoy fue investigado y denunciado por colusión en la licitación por la Fiscalía Nacional Económica, y está aún sin sanciones finales. Y en Curauma, las maniobras que llevaron a esta empresa a la quiebra incluyeron autopréstamos, traspasos de terrenos y recompras entre empresas coaligadas y con sobreprecios, créditos fuera de norma de parte del Banco Chile a empresa coaligada de EuroAmerica, amén del intento del Síndico de rematar a precio vil bienes inmobiliarios del fallido que despojan tanto a los acreedores -entre ellos el propio Estado- del valor real de sus créditos, como a los propietarios que ven licuado su patrimonio sin esperanzas de recobrar algo.

    Todas las operaciones aparecen formalmente legales, pero sin duda son financieramente abusivas y carentes de todo control administrativo. Y son inversiones donde una filial aseguradora de EuroAmerica le paga a la matriz asesorías “ideológicamente falsas en materia de inversiones” por montos superiores a su propio capital suscrito. Un engaño al fisco de punta a cabo.

    Peor aún, existe la fuerte percepción de que la influencia del asesor legal de EuroAmerica, Cristóbal Eyzaguirre, Ceo del Estudio Claro y Cía, ya sea ante el Poder Judicial como en los organismos de control, ha sido determinante para omitir la acción regulatoria del Estado y mantener todo el esquema al margen de la acción de la justicia. La CMF entre muchas acciones negativas, se omitió investigar y no ejerció su deber de fiscalización sobre transacciones que comprometían fondos de rentas vitalicias, afectando el ahorro de miles de pensionados, lo que constituiría una corrupción por omisión.

    Todo ello ha convertido la legalidad en una coartada para el incumplimiento de la ley. Pues la captura regulatoria no se manifiesta solo en sobornos visibles, que en estos casos además tienen un intrincado camino probatorio, sino en un entramado de lealtades corporativas, rotación de cargos y silencios administrativos que vacían de contenido la función supervisora del Estado.

    Caso Curauma y la corrupción estructural de la institucionalidad

    El caso Curauma sería sin lugar a duda, el ejemplo más elocuente de cómo la corrupción se entrelaza con la ineficiencia institucional. En su desarrollo se descubrió la manipulación del algoritmo de distribución de causas del Poder Judicial —administrado por la Corporación Administrativa del Poder Judicial (CAPJ)—, y que les permitió a los hechores asignar el proceso al 2º Juzgado Civil de Santiago, donde EuroAmerica obtuvo las resoluciones favorables, todas sin fundamento de control administrativo y regulatorio alguno. La jueza nunca preguntó nada para obtener certeza jurídica propia. El síndico designado por ella, César Millán, mantenía y tiene vínculos personales con los ejecutivos de EuroAmerica, y la causa se resolvió parcialmente con traspasos de los activos más valiosos del fallido, sobreprecios y conciliaciones que beneficiaron solo a EuroAmerica que figuraba como principal acreedor luego del Estado, financiamiento de por medio del Banco Chile y con aprobación formal del tribunal.

    El síndico que depende de la SUPERIR del Ministerio de Economía (ex Superintendencia de Quiebras), sigue operando sin control, los últimos tres años bajo la dirección de Nicolás Grau cuando este era ministro de Economía. “Nadie” ha querido controlarlo, ni Grau ni ningún superintendente. El principal acreedor, el fisco a través de la Tesorería General de la República se sometió enteramente al interés de EuroAmerica, no defiende el interés fiscal y ni siquiera acude a la Junta de Acreedores.

    En la manipulación de algoritmos, la CAPJ reconoció no disponer del código fuente ni de los registros técnicos del algoritmo de distribución de la quiebra de Curauma, demostrando la debilidad estructural del Poder Judicial. El Estado chileno administra un sistema judicial informatizado cuyo funcionamiento nadie puede auditar y que no da en absoluto seguridad y certeza jurídica. Este vacío técnico se convierte en un agujero institucional que permite la manipulación deliberada de causas, lo que en cualquier democracia desarrollada equivaldría a sabotaje judicial.

    La connivencia entre el sistema financiero y el Poder Judicial en el caso Curauma demuestra que la corrupción en Chile ya no se limita a la esfera política o presupuestaria: se ha extendido a los mecanismos de justicia y control. Los tribunales, en lugar de corregir las irregularidades detectadas por la prensa o por denuncias académicas, han actuado como garantes de su impunidad, lo que es consonante con su crisis actual. La ineficiencia institucional dejó de ser un defecto técnico para transformarse en un método de dominación burocrática, donde la opacidad y el formalismo legal reemplazan la responsabilidad republicana. Y donde el crimen organizado tiene abierta una puerta para penetrar al Estado.

    El denominador común de todos estos casos —presupuestarios, regulatorios y judiciales— es la subordinación del interés público a la forma legal vacía, es decir una legalidad sin justicia.

    Las instituciones cumplen con los procedimientos, pero incumplen su propósito. Se ajustan al reglamento, pero violan la ética del servicio público. Esta es la esencia de la corrupción estructural moderna en el país: no requiere de delitos flagrantes, sino de la sumisión del Estado a un marco de legalidad que legitima la ineficiencia y protege de manera discrecional.

    El Estado chileno exhibe así una doble cara: predica austeridad y responsabilidad fiscal, mientras reproduce internamente la captura corporativa y la manipulación judicial con cero resguardo y responsabilidad en el manejo de fondos públicos. La CMF, la Dipres y la CAPJ, entre otros organismos, en lugar de ser guardianes de la probidad, actúan como engranajes de una burocracia que se protege a sí misma. Las consecuencias trascienden lo económico: la ciudadanía percibe que la justicia y la administración pública ya no operan con criterios de equidad ni transparencia, lo que erosiona la confianza social y debilita la legitimidad del Estado de Derecho.

    Lo dicho caracteriza la crisis de integridad institucional que vive el país. Curauma, la inacción de la CMF y la retórica vacía del equilibrio presupuestario son piezas del mismo mosaico en un Estado que confunde la legalidad con la justicia, la austeridad con la eficiencia, y el silencio con la responsabilidad.

    *Con Unidad de Investigación de Desenfoque.cl

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