1939: El terremoto que no olvidamos

Por Miguel Ángel San Martín, desde Madrid

 

Veinticuatro de enero en el Chile de 1939. El sol veraniego pegaba a raudales sobre los pueblos y campos de la provincia de Ñuble, como queriendo despedir el primer mes del año con un calor agobiante. La gente caminaba despacio por las calles polvorientas de aquellas barriadas del Chillán de antaño. Predominaban las camisas a cuadritos chillones, con las mangas enrolladas hasta el codo de los campesinos que venían del campo a vender la fruta y las verduras que cosecharon nada más salir el sol. También el blanco de los delantales de las vendedoras de mote con huesillos, refrescante invento que se bebe con lentitud, mientras se conversa un cigarrillo bajo un techo enramado que resiste todo el verano.

Con esos soles, el adobe de las paredes apenas graduaba la temperatura dentro de las estancias oscuras de las casas bajitas de entonces. Los tejados parecían arder. Los jardines yacían mustios y las viejas los regaban con un balde mohoso, aprovechando las aguas espumosas del lavado de la ropa que flameaba multicolor tendida en los cordeles que cruzaban los patios, atados a los árboles frutales.

Junto a la acera polvorienta, los jardineros municipales  hacían circular un canal entre natural y artificial, con el fin de refrescar la arboleda de la avenida. Castaños enormes, tradicionalmente frondosos y bellos, constituían en verano un curioso punto de encuentro de los vecinos que buscaban un poco de sombra fresca al caer la tarde.

La noche del 24 de enero de 1939 era igual a todas las noches: la gente paseando y comentando la rutina del día. Las viejas sentadas a las puertas de sus casas en banquetas de madera, no perdían detalle de los viandantes. Y las muchachas intercambiaban disimuladamente una sonrisa entre cómplice y coqueta con los jóvenes que liaban un cigarrillo, apoyados en la pared de la esquina.

De vez en cuando pasaba un auto, cuadrado y ruidoso, que conducía algún señor de traje, corbata y sombrero, sin mirar a ningún lado, pendiente de las carretas cargadas de leña que se movían lentamente hacia destinos diversos. El carretero, con la picana al hombro, guiaba los bueyes por delante, sumido en pensamientos que le impedían darse cuenta de dónde estaba ni cuán corta era la colilla del cigarrillo que le colgaba de los labios. Los perros corrían detrás del auto, ladrándole a las ruedas en un juego tonto y sin sentido.

Poco a poco la oscuridad se fue extendiendo por la ciudad. El silencio también. Sólo el ladrido de un perro nervioso rompía el paisaje de la noche. Todo normal. Nada presagiaba lo que iba a ocurrir.

El perro soltó de pronto un ladrido, largo, angustioso, que fue seguido por los de la jauría que se despertó espantada. En pocos segundos, la tierra comenzó a moverse con fuerza inusitada, en una danza trágica, terrible. En esos años no se medía con exactitud la intensidad ¿7,8 grados…8,3?  Las vigas crujían, los gritos de las mujeres pidiendo clemencia al Señor, las voces de los adultos dando órdenes perentorias para salir de la casa a la carrera, la cristalería que se hacía añicos contra el suelo, las lámparas de keroseno derramando su líquido sobre las tablas del piso. Se reventaban las ventanas, en un concierto de cristales rotos, acompañado por los golpes de las puertas contra las paredes, girando con violencia sobre sus anclajes.

La alocada carrera de la gente, dando tumbos contra las paredes, con los gritos de los chiquillos, los rezos a media lengua de los creyentes, atascaban los pasillos que daban a los patios y a las calles. Y, tras el eterno minuto -¡sólo sesenta segundos!- de gritos, ruidos y movimiento feroz, la tierra se calmó, el polvo cubrió el paisaje y un círculo negro de terror rodeó la luna dejando una tenue lucecilla en el cielo que se tornó en gris. Sólo los incendios que comenzaron a florecer imparables entre los restos de las casas permitían ver parte de la magnitud de la tragedia.

Chile de luto. Varias provincias resultaron afectadas en el centro de Chile. El epicentro marcado en la provincia de Ñuble, en el entonces pequeño pueblo de Quirihue. Chillán, la capital provincial, desaparecida.

Incalculable número de los 60 mil habitantes de entonces engullidos por los escombros, familias enteras sin aparecer, ¿30 mil…40 mil los desaparecidos y los muertos? Tragedia infinita. Inolvidable 24 de enero de 1939.

El Presidente de la República, Pedro Aguirre Cerda, llora en su primer recorrido entre escombros. Se seca las lágrimas y ordena una acción de reconstrucción tan amplia y certera, que aún hoy perduran instituciones para todo el país. Y se levantan también los sobrevivientes, en una resiliencia heroica, ejemplar. Hoy, Ñuble se ha convertido en Región, Quirihue es capital provincial y Chillán es pujante capital regional con casi 200 mil habitantes.

A 85 años de aquello, mantenemos vivo el recuerdo y muy presente cómo su gente resurgió de las cenizas.

Fotografía Chile cultura