Vamos haciendo memoria

columna

La primera vez que participé de un plebiscito fue en 1978, cuando puesto a elegir entre un “si” representado por una bandera chilena y un “no”, representado por una bandera negra, me incliné por la bandera negra. Antipatriota nos llamaron, aunque sólo lo supieron aquellos que al igual que yo eligieron esa opción, porque no era del caso andar ventilando tales inclinaciones en aquellos años.

La preferencia por la que opté en esa época, fue por el hastío, por el temor a los milicos en la calle y sobre todo en las noches de toque de queda y porque lo me preguntaban era si apoyaba al gobierno de Pinochet frente a la agresión internacional que sufría el pobre. Estimé del caso no apoyarlo y que siguiera sufriendo. Así que, ese día tan lejano ya, salí algo temeroso del local de votación, con el dedo entintado y mi cédula de identidad mutilada. No había registros electorales, porque como era una consulta y no era necesario que existieran, como si se requeriría para el plebiscito constitucional de 1980 según declaraciones de la época del General Fernando Mathei.

La segunda vez, fue en 1980, cuando se plebiscitó la constitución que todavía nos rige, sin registros electorales de nuevo, porque lo de Mathei fue una arrancada de tarros, atribuible seguramente a su inexperiencia, ya que era debutante en esos años, puesto que había llegado de urgencia a integrar la Junta, a falta de otro que aceptara reemplazar al defenestrado Gustavo Leigh.

Si los que rechazan hoy fueron capaces de aprobar con entusiasmo ese engendro -la Constitución de 1980-, no les reconozco autoridad moral alguna para objetar la que 40 años después nos invitan a votar, ni creo en su llamado a construir la casa de todos ni una que nos una.

El entusiasmo de los que estaban por aprobarla, sin formalidad ni solemnidad alguna, que son los mismos que hoy están por rechazar la que la que se plebiscitará en unos días más, se debía, seguramente, al sistema político que aquella contemplaba, tan distinto al que se propone hoy y que, en sus palabras y temores constituye una amenaza para la democracia. Un sistema bicameral asimétrico compuesto por una Cámara de las Regiones y un Congreso de Diputadas y Diputados, todos elegidos por votación popular y un régimen presidencial de una duración de cuatro años con posibilidad de reelegirse por otros cuatro si el pueblo así lo decide, más escaños reservados para los pueblos originarios, para que estos elijan a sus representantes reconociendo así la multiculturalidad del país, es una amenaza inaceptable que se debe detener aunque prometan mejorarla, reformarla o modificarla.

En cambio, en la del 80, mire usted, el sistema apoyado con entusiasmo por los que hoy objetan las credenciales democráticas de los convencionales que la redactaron, consistía en un poder ejecutivo, donde el presidente, con atribuciones omnímodas duraría 8 años de corrido; un Senado compuesto por dos representantes por región elegidos en votación popular, a los que se sumarían – designados mayoritariamente por el Ejecutivo – un ex Presidente de la República que hubiere estado mínimo 6 años en la presidencia, (el único que dudosamente cumplía con el requisito era Pinochet);  dos ex ministros de la Corte Suprema (Marcos Aburto y Enrique Zurita fueron los elegidos, ejemplo de independencia); un ex contralor General de la República  (para lo cual se nombró por algunos meses a Sergio Fernández lo que tuvo el doble propósito de dar curso a la consulta del 78 a la que se había opuesto Héctor Humeres y que le costó el cargo, y por otro, para habilitarlo para senador designado como fue finalmente); tres ex comandantes en jefe de las fuerzas armadas y un ex general director de carabineros; un ex rector de alguna Universidad estatal y un ex ministro de Estado. Es decir, el Senado estaría compuesto por treinta y seis senadores elegidos y al menos diez designados, con lo que estos últimos representaban más del 20% del Senado.

A lo anterior, debemos agregarle que cuando la mentada constitución salió del horno en 1980, facultaba al presidente de la República a disolver la Cámara por una sola vez si se le ocurría, porque razones para ello no era necesario esgrimir (art. 32 Nº 5 de ese dechado de democracia)

Se complementaba el sistema, con disposiciones transitorias de las que debemos destacar el art. 24, que facultaba al presidente, a detener, relegar, exiliar y hacer lo que fuere que se le ocurriere a todos aquellos que se opusieran a su designios, como efectivamente ocurrió.

Bueno ese era el espíritu que inspiró a sus redactores y que se plasmó sin pudor en su letra y que perduró hasta que cambiaron los vientos 25 años después y que con el mismo espíritu sigue hoy.

Si los que rechazan hoy fueron capaces de aprobar con entusiasmo ese engendro, no les reconozco autoridad moral alguna para objetar la que 40 años después nos invitan a votar, ni creo en su llamado a construir la casa de todos ni una que nos una.

Ante su llamado, hago mías las expresiones de Fernando Paulsen proferidas hace unos días en un programa radial… pero con respeto.