Palabras, palabras, palabras

columna

Sabemos que el discurso crea realidades, que palabras sacan palabras y que el sentido común no es sino una idea muchas veces repetidas.

Esta realidad se acentúa aún más en épocas de campaña, donde los interesados o incumbentes estarán atentos a lo que diga el otro, no para controvertirlos en un debate de ideas, sino para aprovechar aquello que dijo, en función de resaltar aquello que no dijo pero que (bien o mal leído) se esconde detrás de sus declaraciones.

Presumir intenciones es un deporte nacional profundamente arraigado y anclado en un dicho popular de amplia difusión, “piensa mal y acertarás”, que insta por el contrario a no pensar y a quedarse con la primera impresión que causan las palabras o la primera intención que alguien le atribuye y con el que tendemos o queremos estar de acuerdo.

Se agrava el tema cuando en la improvisación, la premura o la falta de atención, (llamémosle desconexión entre la lengua y el cerebro, que a todos nos pasa) las palabras se lanzan sin calibrar el alcance que pueden llegar a tener o se les puede atribuir. Así, usar expresiones como “marcar casas” o “se pegaron en la cabeza” pueden en el primer caso causar que a la emisora de ellas se le acuse de estalinista, fascista, guebeliana y que raudos reporteros corran a obtener otros adjetivos de los distintos actores que quieran o puedan estar interesados en agregarlos, aunque la realidad indica que, tanto porque se requiere una cuña corta y efectista , cuanto porque el dominio del idioma no alcanza para más, las expresiones posteriores tienden a repetirse, pero sirve para  insistir en lo desafortunado de la idea y la aviesas intenciones que se esconden tras de lo dicho y que es lo que se trata de amplificar.

A la larga, para decidir, el votante recurrirá más que a lo literal de las palabras, a su intención o espíritu claramente manifestado en ella misma, o a la historia fidedigna de su establecimiento como nos enseña Andrés Bello.

En el segundo caso, lo dicho por la ministra Izkia Siches, es una expresión coloquial, comúnmente utilizada en foros de amigos o conocidos, donde el escenario es informal y se admiten improperios retóricos que refuerzan, o más bien enfatizan una idea. Dicho en un, llamémosle plató formal como es el hemiciclo donde se profirieron, integrado por un importante reservorio de personajes titulados todos y todas de “honorables”, puede resultar contumelioso para aquellos que se sintieron o pudieron sentirse aludidos, como a la postre así fue. Y como así fue, se procede al acto greco-judaico de rasgar vestiduras y a exigir el inmediato retracto de la ofensora so pena, como mínimo, de quitarle el saludo, más algunas penas accesorias.

Lo cierto es que, durante este mes y hasta los primeros días del otro, será constante escuchar a más de alguien con características de influyente decir “donde digo, digo, digo Diego” o bien atribuir a la otredad pérfidas intenciones que queda de manifiesto al escucharle y que claramente – dirán -dan cuenta de la verdadera personalidad que se esconde tras su aparente inocencia o su frágil figura.

La cuestión persiste cuando se trata de explicar al público lo que dice la Constitución que se someterá al escrutinio popular. Como quiera que se trata de una guerra (de intereses) que se resolverá – afortunadamente – por el voto y no por las armas, pero como dicen los analistas bélicos, la primera víctima de esta conflagración es la verdad y ya lo estamos viendo. “Se podrá abortar hasta los nueve meses”; “se requerirá el consentimiento indígena para todo”; “la vivienda no será heredable”; “habrá ingobernabilidad”; “la justicia no será justa”; “es una constitución partisana”.

Para intentar enervar todos estos dimes y diretes, y en un intento de que se vote informadamente (y de paso impulsar el apruebo), el Presidente y un séquito de ministros ha salido a entregar la Constitución, incluso autografiada, aunque Warken considere que de nada sirve en un país con escasa formación y comprensión lectora. Pero fíjese Cristian que hasta se vende y es best seller. Nada raro porque en Chile la ley, la nueva ley, está a la venta en la calle desde que tengo uso de razón.

Pero tranquilos, la interpretación hay que dejársela a los abogados – en Chile somos dieciocho millones – tal vez no todos titulados, pero si en ejecución. Y a la larga, para decidir, el votante recurrirá más que a lo literal de las palabras, a su intención o espíritu claramente manifestado en ella misma, o a la historia fidedigna de su establecimiento como nos enseña Andrés Bello.

Y como sea, el espíritu y la intención la entenderemos desde nuestras posiciones y la historia está solo a pasos detrás de nosotros.