Columna de John Carlin en el diario Clarín de Argentina
Hoy vamos a hablar de hot dogs. Sí, mañana es la segunda inauguración presidencial de Donald Trump, pero me da igual. Hablaremos de panchos, perritos calientes o lo que en Brasil llaman (descubrimiento que me enamoró de aquel país) “cachorros-quentes”.
Me da igual porque esta es mi columna y tengo casi tanto derecho a escribir lo que me da la gana que cualquier usuario de Facebook, Instagram o Twitter. (Un poco menos, lamentablemente, porque en un diario nos tenemos que atener a la ley y, dentro de lo posible, a la verdad.)
El hot dog es un buen tema para una columna porque todos hemos comido uno. Nos une y nos interesa a todos.
Dicho esto, mi solemne intención hoy es iniciar una campaña para que nunca volvamos a comer un hot dog en la vida. Pido un boicot total – y si no se me suman en Argentina, al menos acá en Europa. Y para que realmente funcione solo hay una solución. Hay que presionar a los gobiernos para que declaren el consumo de hot dogs ilegal.
Tomo como ejemplo e inspiración a Corea del Norte. Quizá no se hayan enterado, pero la noticia más interesante en lo que va del 2025 ha sido la decisión del querido líder Kim Jong-un de prohibir por ley el consumo de hot dogs en su país. Cualquiera que la policía sorprenda tragándose uno será condenado a trabajos forzados en un campo de concentración.
No. No se rían. Bueno, un poco sí, si quieren. Confieso que esto me recuerda a la película ‘Bananas’ de Woody Allen, comedia sobre una revolución en una isla latinoamericana en la que el jefe rebelde toma el poder y lo primero que haces es anunciar que la nueva lengua oficial del país será el sueco.
Pero yo voy en serio, y por el mismo motivo que Kim. Ha prohibido el consumo de hot dogs en el reino ermitaño para señalar su rechazo a la cultura de Estados Unidos. Los demás debemos hacer lo mismo.
¿Por qué? Obvio. Desde que, en su infinito buen gusto y sabiduría, los votantes de Estados Unidos eligieron a ya saben quién como presidente no dejamos de oír a políticos y expertos europeos varios decir que ha llegado la hora de hacernos grandecitos y reducir nuestra dependencia del monstruo norteamericano.
Se refieren a cosas como el comercio, la defensa militar y las bombas atómicas, pero yo propongo ir más lejos. Propongo romper los lazos culturales que nos unen a Estados Unidos. Sería, al fin de cuentas, la manera más eficaz de restarle fuerzas al imperialismo yanqui ya que su poder impacta menos en el resto del mundo a través de sus portaviones que de su “soft power”: de cómo se infiltra en las mentes y en los hábitos de la mayor parte de la humanidad.
El boicot a los hot dogs solo será el comienzo. Tengo una larga lista de cosas que habría que ilegalizar provenientes de la “American way of life”, cosas que, por cierto, poco contribuyen al “derecho” que celebra la Constitución de Estados Unidos al “pursuit of happiness”, la búsqueda de la felicidad. Pensar que “the American way of life” representa el cenit de la vida humana, algo digno de imitar, es uno de los grandes errores de la historia del mundo.
Como la lista es larga, y no me sobra espacio, aquí les paso unas ideas preliminares. Siéntanse libres para proponer más.
Después de los hot dogs prohibamos las hamburguesas de McDonald’s, que a partir de mañana – no es broma – serán el manjar preferido de la Casa Blanca. En una similar vena, prohibamos el kétchup, el condimento con el que la vaca naranja suele consumir sus bifes, siempre exigiendo que se cocinen muy bien hechos. (Convertir una buena carne en una suela de zapato debería conllevar la pena de muerte, digo yo)
Diría que McDonald’s en su totalidad, fuera. También Kentucky Fried Chicken y Taco Bell. Sobrevivimos muchos más años en Europa que en Estados Unidos gracias, en buena parte, a que comemos mejor. Extendamos el margen de longevidad dejando de comer porquerías fritas con carne de origen incierto. Ah, y los Doritos: a la hoguera.
¿Qué más? Las redes sociales, por supuesto, invento de niños irresponsables estadounidenses que ha acelerado la ya nada desdeñable imbecilidad de la especie, acentuado la polarización política y perjudicado la salud mental de millones. No nos conformemos con medidas para reducir su impacto. A exiliarlas de nuestra civilización.
Música: acabemos con el rap, marcha atrás a las cavernas, una aberración acústica en el continente que produjo Bach, Beethoven, Mozart, Chopin, Rachmaninov y las Spice Girls. Taylor Swift, ¡fuera tambien! No dudo que sus banales canciones ofrezcan buena parte de la explicación de porque se ha visto en los últimos años un notable aumento de casos de depresión, incluso de suicidio, entre chicas jóvenes.
Películas: prohibir todas las de superhéroes, las de la franquicia ‘Fast and Furious’ y cualquiera en la que salga Kevin Costner. ‘Barbie’: clausurar con efecto inmediato cualquier plataforma que la ofrezca en streaming.
Podría seguir pero dejémoslo aquí por ahora. Entiendo, por supuesto, que habría represalias de Estados Unidos. Podrían dejar de consumir nuestros productos europeos como el whisky escocés o la pizza o el camembert. O de escuchar a Dua Lipa o a los Rolling Stones. O de ver películas de Fellini, Almodóvar o James Bond Pero ellos se lo perderían. Nosotros los europeos enriquecemos la cultura de los Estados Unidos. Ellos contaminan la nuestra.
Claro, la guerra cultural contra Estados Unidos podría conducirles a invadir Dinamarca. O a salir de la OTAN y dejarnos a la merced de las hordas rusas. Pero valdría la pena. Por honor, digo, por la defensa de valores basados en siglos de sabiduría. Mejor morir de pie que vivir de rodillas.
En cuanto a Corea del Norte, otro aplauso para la iniciativa de los hot dogs. Pero a ver, Kim, a ver, que ya toca. A ver si prohíbís de una vez la antigua tradición de comer perros de verdad.