Integridad pública y corrupción política

“No peligra tanto el Estado por la tiranía de un príncipe, como una república por la indiferencia ante el bien común”. Esta frase de Montesquieu, de su libro “Grandeza y decadencia de los romanos” del año 1734, es perfectamente aplicable hoy a Chile.  A casi 300 años de ser formulada, es una prevención fiel frente al abandono e indiferencia que la elite política nacional exhibe del interés general de la república en medio de una crisis que la sindica como corrupta.

El vértice del sistema político chileno carece de una autoridad capaz de convocar un consenso unificador que se sobreponga a ella, y permita que el país pueda funcionar regularmente, no obstante, los evidentes problemas que lo aquejan. La institucionalidad está sin norte estratégico, y cuando todos se preguntan cómo salimos de la crisis, las respuestas son erráticas, y buscan el beneficio de un “yo no fui” de la opinión pública.

Así, los tres poderes del Estado -ejecutivo, legislativo y judicial – se comportan de manera suicida yendo en direcciones opuestas, rompiendo de manera evidente los mecanismos de control y contrapeso entre ellos, buscando solo el interés corporativo propio. Como lo que está puesto en el tapete es una cultura de la corrupción y el pituto en la política, además de la impunidad, la crisis como una mancha voraz sólo amenaza mayores escándalos y descontrol del que nadie está exento, por acción u omisión.

Entonces, doctos académicos, ni Montesquieu ni Kant pueden acudir en nuestra ayuda para que, consultando sus visiones sobre la separación de poderes, podamos sobrellevar y solucionar la autodestrucción de lo nuestro, porque este es pura y dura realidad y la transparencia, articulo tan necesario, no es parte de su legado.

La prevaricación de los jueces es un aspecto parcial pero profundo de la crisis. Que debe ser analizada en correlación con la autonomización de facto del Ministerio Público, órgano que resultaría esencial para garantizar el funcionamiento de la justicia y la vigencia del Estado de Derecho. Lamentablemente no es así. Él ha transformado la investigación y la acusación penal en incriminación discrecional, por efecto de su manipulación por la política y los medios. Ello socava la posibilidad de una sentencia justa en el final del debido proceso y, por ende, la plena vigencia de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos y la igualdad ante la ley, saltándose o eliminando la presunción de inocencia.

La estructura orgánica del sistema judicial se ha trastocado. Merced a la crisis y desorden de los tribunales, especialmente la Corte Suprema, y a la audiencia social del caso Hermosilla, el órgano acusatorio se ha colocado por sobre los sentenciadores, pese a que sus fiscales puedan adolecer de la misma eventual prevaricación. Las situaciones más notorias son las de la fiscal Lorena Parra o la del fiscal nacional Ángel Valencia, ambos con menciones complejas judicialmente en el caso Hermosilla, o la pretérita del fiscal Manuel Guerra y las platas ilegales en el financiamiento de la Política.

Hoy no hay órgano con capacidad de controlar al Ministerio Público y enmarcarlo con seguridad, y borrando cualquier sospecha de discrecionalidad, en sus funciones propias. Una simple decisión de investigar tiene, para todo ciudadano, un riesgo de una incriminación social, sin que medie siquiera todavía una acusación formal sobre un delito. Ello se amplifica por el populismo informativo carente de profundidad y oportunista de algunos medios, que se aprovechan de la avidez de transparencia de una sociedad que percibe que el poder político le miente de manera sistemática.

En la crisis una gran cantidad de parlamentarios, la mayoría diputados, van en romería al Ministerio Público con denuncias criminales sobre temas políticos buscando el efecto de auditorio público, y abdicando de su función de fiscalización y control sobre esas materias. Como contrapartida, los denunciados reaccionan demandando parlamentarios, como el caso Chadwick generando un round perfecto de simulaciones legales como actuación política.

Esta carga del poder legislativo sobre el judicial, que incluye sendas acusaciones constitucionales evidencia dos pulsiones: La búsqueda del empate ideológico con una premura para salvar su responsabilidad corporativa en la generación de la crisis; y ausencia de una mínima templanza para aceptar que de las funciones derivadas de su cargo -legislativa, de control y de representación- esta última es su lado más precario. No son los desacuerdos sobre la agenda legislativa ni la ausencia de competencias de control lo que inhabilita al Congreso para ejercer su rol institucional de manera pulcra en esta crisis, sino la débil representación que ostenta y la baja confianza de los ciudadanos por su griterío ideológico e ineficiencia.

Diputaciones y senadurías son en mayor medida propiedad electoral de los partidos políticos, los que en total en el país no alcanzan los 500 mil afiliados en un padrón de 15 millones de electores. Para las elecciones locales y regionales del próximo mes, el 70% de los candidatos aparece como independientes. Según la Escuesta SignosAnalytics, la desconfianza ciudadana total sube del 80%, y entre las instituciones más desprestigiadas del país está el Congreso. Y es posible que, dada la actual crisis, la ciudadanía esté en un proceso de retraimiento pesimista y silencioso, que el Parlamento y los partidos políticos no perciben o no quieren ver.

El ejecutivo, en un sistema político marcadamente presidencialista, muestra serias deficiencias. No solo en la ejecución de políticas públicas, sino también en la ausencia de orientación estratégica ante los problemas más acuciantes de la ciudadanía como la seguridad, la salud o las pensiones. Su vocería política es de maniobra estadística y normalización promedio en los casos extremos, como por ejemplo política de seguridad. A su vez, tiene una marcada presencia en foros internacionales para enfatizar lo que deben hacer los países para defender la democracia, pero muestra poca eficiencia y asertividad en su visión interna sobre los mismos.

Así, la trilogía normativa que caracteriza la separación de poderes: Sentencias (Tribunales), Leyes (Parlamento) Decretos (Gobierno, en lo esencial, no funciona. Y sus órganos derivados funcionan por la libre, y parece un contrasentido pedirles eficiencia, sentido común, autocontrol, cooperación o coordinación, además de transparencia.

Actúan fragmentados en una casuística que parece arbitraria y sin resultados eficientes. Organismos como la Comisión de Mercados Financieros CMF, el SII, la Tesorería General de la República, la Fiscalía Nacional Económica, la Superintendencia de Insolvencias, los cuales construyen fe pública en sus ámbitos de competencia, están al debe cada vez que han debido salir a dar explicaciones en la actual crisis.

Este desorden institucional aparece como una distopía de la democracia chilena, donde resulta habitual el poder de operadores irregulares e influyentes como Hermosilla, mecanismo que todos conocen. Dinero, contactos, poder político con captura del Estado, e impunidad son su combustible. La evidencia actual es más que suficiente.