Miguel Ángel San Martín, desde Madrid
Les aseguro que no me mueven motivaciones en contra del olimpismo. Simplemente quiero tocar un tema sensible que demuestra que hay una notable financiación desigual en la élite de los deportes y que en pocos países existen políticas públicas que favorecen la práctica deportiva por todos los ciudadanos. Además, en los últimos Juegos Olímpicos realizados en Francia, quedó de manifiesto un hecho que considero importante: numerosos atletas del máximo nivel han competido bajo banderas distintas a su nacionalidad original.
En mi artículo del viernes pasado, señalé mi sorpresa por los altos premios que reciben los ganadores de medallas. Premios en dinero, obviamente. Cantidades enormes que transforman en millonarios a personas jóvenes que practican un deporte por gusto, afinidad o condiciones propias…pero que en la actualidad también incluyen los intereses económicos. Recibí numerosos comentarios de lectores de todo el mundo, muchos de acuerdo con lo que decía, pero otros criticando que adoptara una posición tan lapidaria en contra de los deportistas que, en justa lucha, consiguieron vencer.
No ha sido nunca mi intención criticar a nadie por un hecho como aquel. Lo que no se ha dicho es que hay una diferencia enorme entre los que ganan medallas y los que no. Hay muchísima gente que practica el deporte sin mayor interés que el de cultivar una actividad deportiva con fines de salud, hábito, o de valores inmateriales que fortalecen el espíritu. Como lo hacían los antiguos griegos, inventores de los citados juegos. Por lo mismo, me incliné decididamente por el desarrollo libre de la cultura física, sin mayores intereses. O sea, un íntimo deseo que considero ético y moral.
A raíz de los juegos realizados en Francia, ha quedado en evidencia que el dinero no hace campeones, por muchos premios que ofrezcan a los ganadores. Hay países que han bajado su nivel de medallas a pesar de que las ayudas recibidas previamente, por sus deportistas elegidos, haya crecido notablemente. España es un buen ejemplo de ello, al conseguir 17 medallas cuando sus pretensiones eran de superar las 22 que había ganado en los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992.
Si un país quiere descubrir campeones, al deporte debe apoyarlo desde la base, desde la educación primaria. Y si quiere que sus habitantes crezcan sanos y fuertes, física e intelectualmente, debe masificar la Educación Física al mismo nivel que la formación educativa normal. “Mens sana in corpore sano” señaló el cómico romano Juvenal, en su Sátira X, en el Siglo II de nuestra era, ¡y vaya si tenía razón!
Soy partidario de que el Estado sea el instigador y sostenedor de programas relacionados con la Educación Física, tanto en las escuelas como en las poblaciones. En las escuelas dándole un sentido docente. En las poblaciones, entregándoles infraestructura y organizando actividades abiertas a los vecinos. Es decir, masificando la actividad física en forma lúdica en un comienzo y de mayor perspectiva a medida que vayan surgiendo verdaderos talentos.
En la parte docente, inculcarles a todos los valores que el deporte debe priorizar permanentemente. La competencia sana, el desarrollo del espíritu, personal y en equipos, la solidaridad entre deportistas, el apoyo constante a quienes más lo necesiten, potenciar las buenas costumbres y los hábitos de convivencia, e impulsar la educación cívica a todos los niveles.
Todo ello, con una redistribución de los recursos de manera tal que el mayor número de gente pueda gozar de las oportunidades que proporciona el deporte. Y si de esta masificación surgen campeones, apoyarles con decisión para que cultiven sus capacidades.
Los Juegos Olímpicos surgieron así en la antigüedad y reaparecieron en la edad moderna con tales intenciones y objetivos. Pero se ha ido imponiendo el monetarismo más atroz, convirtiendo el deporte en un lucrativo negocio. Creo que, en consecuencia, se hace necesario abrirse a la recuperación de los valores de la sociedad y lograr mayor igualdad de oportunidades para todos,