Justicia procesal y crisis del Poder Judicial en Chile

Una sociedad organizada bajo reglas mínimas de democracia, decencia y transparencia resuelve sus conflictos en procesos de jurisdicción institucionalizada, es decir, con métodos estandarizados y donde vencedores y afectados por las resoluciones de un juez imparcial las acatan por igual.

El país político debate si efectivamente vive el mayor riesgo de su historia en materia de ética y probidad en el funcionamiento del Poder Judicial. La Encuesta Signos ha publicado, en tres ocasiones en lo que va del año, el alto índice de mala percepción ciudadana en materia de corrupción y confianza, tanto del Ministerio Público como de los jueces y Tribunales de Justicia, corolario de la crisis de seguridad que experimenta el país y que ha quedado en evidencia con los escándalos cruzados de favores e influencias indebidas en el actuar de ese poder del Estado.

En los escándalos de corrupción y conflictos de intereses que afectan al sector justicia desde hace rato resulta notorio el descuido de la Corte Suprema en el control de las actividades externas a la sala propiamente judicial y que son parte de sus competencias, y las brechas de probidad en la designación de los cargos. Ello es particularmente grave no solo en las actuaciones de los más altos tribunales, sino también en el funcionamiento de la Corporación Administrativa del Poder Judicial, CAPJ. Ella tiene injerencia directa en los soportes logísticos, técnicos y administrativos que permiten el funcionamiento de los procesos judiciales, y los problemas que presentan no garantizan una recta aplicación de justicia.

La persecución penal contra políticos del país, que es ya habitual, oscurece otros aspectos de la justicia menos noticiosos o sin escándalos de opinión pública, aunque socavan tanto o más que la judicialización de la política la aplicación de la ley, pues lesionan al país entero en materia de derechos constitucionales. Casos civiles, comerciales, laborales u otros de cualquier jurisdicción legal requerirían la misma estricta garantía de objetividad e igualdad que los asuntos penales. Pero eso es hoy relativo y un problema evidente de la crisis de todo el sistema judicial.

La doctrina anglosajona denomina justicia procesal al entorno de hechos, prácticas y normas, procesales o administrativas, que influyen directamente el funcionamiento de la sala judicial hasta el pronunciamiento final de una sentencia. Desde hace décadas esa doctrina les otorga una atención particular para asegurar la coherencia interinstitucional del sistema jurídico y el funcionamiento sano de la sociedad, con métodos y normas obligatorias de conducta en la determinación de los hechos de un caso particular para obtener una buena apreciación y un fallo judicial justo.

En Chile, la preocupación por evitar un uso distorsionado o discriminatorio del procedimiento tiene menos de dos décadas y poca aplicación práctica. Mucho menos en el enredo que se vive y solo con un giro teórico y conceptual sobre dos derechos constitucionales que se entiende existen por derivación constitucional de otros, pues ninguno de los dos está expresamente reconocido en la Constitución. Se trata del derecho a la tutela judicial y el derecho al debido proceso, ambos con profundo significado para un Estado de derecho.

La tutela judicial y el debido proceso, equivalentes criollos incompletos de la justicia procesal anglosajona, llevan la atención a las garantías esenciales del proceso penal y las condiciones de la seguridad jurídica del ciudadano frente al poder coercitivo del Estado. Ello, porque es la jurisdicción penal la más consagrada e incluso se encuentra hoy determinada en una jurisdicción universal con principios éticos y jurídicos en materia de delitos de lesa humanidad y violaciones a los derechos humanos, con justiciabilidad y juzgamiento por parte de los Estados y, en subsidio, por un Tribunal Penal Internacional.

Pero tanto o más importantes resultan la tutela judicial y el debido proceso en otras jurisdicciones del orden público jurídico. Por ejemplo, el régimen concursal y de quiebras, las interdicciones, la libre competencia o las controversias civiles y administrativas entre los ciudadanos y el Estado. En ellas se resuelve la vida cotidiana de los ciudadanos en un momento social signado por nuevas perspectivas tecnológicas, el desarrollo de sociedades libres, derechos constitucionales amplios y economías de libre mercado y competencia, algo que en Chile ha sido potente en las últimas décadas.

Los ordenamientos constitucionales de las democracias maduras han ido mucho más allá de la dimensión penal y han llevado la justicia procesal a esferas jurisdiccionales más amplias. Con modelos de justicia que extienden el debido proceso a materias más amplias, usando las ciencias especializadas como la economía, la sociología, el uso de la estadística y la big data.

Pero en Chile ello no ha ocurrido así. Y la brecha entre desarrollo económico y social y sistema jurídico ha llenado el país de ejemplos de arbitrariedad y descuido en materia de justicia procesal, transformándola en un problema grave. Lo peor es que ello se da en medio de una desorientación política y prácticas litigiosas y de conflictos entre sus elites dirigentes, y una tendencia negativa a instrumentalizar las instituciones en vez de mejorarlas. En menos de 10 años los vacíos de justicia procesal son parte sustantiva de la anomia institucional del Estado y de la ultrajudicialización de la vida política nacional.

Existen decenas de casos. Algunos tan paradigmáticos como corrupción de operadores jurídicos, como el llamado caso Hermosilla, o procesos de insolvencia como la quiebra de Curauma S.A., que evidencian cadenas de actos ilegítimos o ilegales con manipulación de todo procedimiento, debido a la inexistencia de normas claras y a la carencia de una preocupación real en materia de justicia procesal por parte de las autoridades responsables.

Lo más grave es que en casos como los mencionados existe suficiente información y pruebas de la manipulación por parte de órganos de control del Estado, por ejemplo, la del algoritmo de distribución de causas del Poder Judicial en el caso Curauma, para que cayera en tribunal predeterminado de Santiago, que tanto el Ministerio público como el Poder Judicial no investigan a fondo, de manera inexplicable. Incluso, mediando querellas admitidas a tramitación sin que se apliquen responsabilidades, en este caso a la Corporación Administrativa del Poder Judicial o a entidades regulatorias como la Comisión para el Mercado Financiero (CMF).

Una sociedad organizada bajo reglas mínimas de democracia, decencia y transparencia resuelve sus conflictos en procesos de jurisdicción institucionalizada, es decir, con métodos estandarizados y donde vencedores y afectados por las resoluciones de un juez imparcial las acatan por igual. Ello es la más sólida base de estabilidad y cohesión en esa sociedad.

Al contrario, las sociedades autocráticas o de baja transparencia, sustraen del escrutinio público a funcionarios corruptos o intereses ilegítimos, aplican procedimientos, normas, ritos y lenguajes secretos que destruyen el espacio público judicial y lo transforman en un mundo de “expertos” u “operadores influyentes” capaces de determinar nombramientos o decisiones porque “conocen e influencian jueces”.

Publicada en El Mostrador