Los Imperdonables de la seguridad ciudadana

Un niño muerto cada día por balas locas o balaceras entre delincuentes desde fines de diciembre en la Región Metropolitana es una estadística del terror. Tanto como descontrol de la seguridad y riesgo de la gente, como de ineficacia total de las autoridades encargadas del gobierno de la seguridad. El presidente de la República, la ministra del Interior y su liga de subsecretarios, el Fiscal Nacional y sus fiscales derivados, las jefaturas de las policías y los jueces de garantía y procedimiento penal, con sus criterios criminológicos rutinarios y automáticos, debieran tatuar ese dato en su frente y exhibirla en sus viajes cotidianos a su trabajo. Como señal de contrición.

Hay que recalcar que es el tiempo de actuar y no sobre un alegato de ira sino de mayor racionalidad operativa de los encargados de la seguridad para restaurarla. Las policías deben salir a la calle a controles vehiculares y allanamientos masivos en sectores perfectamente identificados de la ciudad. Para capturar los arsenales de armas en poder de los delincuentes, las caletas de drogas, y para desbaratar el núcleo urbano de su distribución concentrada en zonas específicas. No basta investigar de manera reactiva los hechos delictuales que se producen a diario, sino que es necesario anticiparse a ellos o, al menos, dificultarlos.

Es posible que se alegue que no existe inteligencia policial previa que permita hacer eso. Pero es solo una verdad a medias. Lo que no existe es una inteligencia policial estructurada de manera eficiente, que oriente de verdad las decisiones operativas de sus servicios.

Pero pese a ello -y quizás por ello mismo- la debacle producida en cuatro años de deterioro cotidiano después del estallido social y la pandemia del Covid19, generó el auto cuidado comunal y es evidente que la gente en los barrios sabe dónde está el huevo de la serpiente criminal. Cada entrevista de TV a testigos de un delito, deja en evidencia que los vecinos han estado alertando desde hace años a un Estado ciego sordo y mudo sobre el tema de la seguridad. Y que los barrios generan y tienen una memoria colectiva desaprovechada por las autoridades que viven repitiendo que “en Chile no pasa eso”.

Hoy parece casi estúpido encender la TV para escuchar las quejas y peticiones de alcaldes, parlamentarios y expertos que ofician de panelistas en sus matinales, sobre la falta de leyes y de recursos para las policías, y los reclamos de unos contra otros con el argumento de yo no fui. Los alcaldes tienen el mejor padrón o registro de comportamiento económico de su zona, de la basura que recogen, de construcciones menores, de tráfico vehicular de su comuna a través de cámaras, de permisos de circulación vehicular, desarmadurías y garages legales e ilegales, o de lugares de bodegaje y receptación de objetos y bienes robados. Además del fono copete.

Todo eso, que es la gran data de la vida irregular en los barrios no es captada como información por casi ningún sistema. Y los alcaldes no reconocen que ellos son el primer control, o debieran serlo, de la venta de medicamentos ilegales en su comuna. No lo hacen, pese a que los robos y desfalcos en sus sistemas de salud comunal son, posiblemente, un origen sustancial de los fármacos que se venden ilegalmente. En Recoleta llegaron incluso a expendios en perfectos y ordenados toldos azules, que hoy han migrado hacia Zapadores, en el límite con Conchalí, y siguen operando semi encubiertos, sin control comunal.

La ciudad sabe que los guetos urbanos de Estación Central son en su mayoría edificios de arriendo y que en ellos podría encontrar de todo, comenzando por ilegales venezolanos y colombianos. ¿Qué tendría que explicar sobre esto Rodrigo Delgado, ex ministro del Interior de Sebastián Piñera y alcalde por casi 12 años de Estación Central, en la época que estos guetos se construyeron? ¿Son o no una importante plataforma de asentamiento de ciudadanos extranjeros ilegales y posiblemente de bandas delictuales? ¿Quiénes los construyeron y bajo que modalidad los administran?

Hablemos de seguridad, pero entonces, ¿quién le pone el cascabel al gato, si las autoridades encargadas de gobernar la seguridad parecen ser más parte del problema que de las soluciones?