Memento Mori (o reflexiones al pasar)

columna

Según la historia o su mito, esta era la frase que un ciervo se encargaba de susurrar al oído del victorioso general cuando hacía su entrada a Roma para gozar de su momento de gloria y recibir las alabanzas del pueblo. Traducida, significa algo así como “recuerda que eres mortal”. Era una forma de decirle que el triunfo es efímero, que por lo mismo no se ensoberbeciera, que mantuviera la humildad o al menos la templanza, en fin, que no se subiera por el chorro. Lo habitual es que un consejo como ese no se siga.

Pero la mortalidad es inevitable, la semana que pasó, estuvo plagada de muertes, como siempre, pero esta vez afectó a varios famosos chilenos y extranjeros. Entre los nacionales, gente de distinto calado como Francisco Cumplido, el de las leyes, Javier Miranda, el de la tele, Francisco Valenzuela de la Rue Morgue y Abdullah Ommidvar, ese iraní de acento tan particular y desafinado del que aprendí en mi niñez lo que era un documental.

Hoy nuestro país y los que vivimos en él, estamos enfrentados a una encrucijada – relevante, por cierto – que como sea alterará nuestras vidas y de una u otra forma nuestros bienes, y en tal sentido, el debate se centra entre lo que esperamos ganar y lo que tememos perder con nuestra decisión.

Fuera de ellos están nuestros cercanos o conocidos, en esa misma semana me tocaron dos, con pocos días de diferencia. Dependiendo de quien sea el (la) finado(a), su muerte o bien nos pasa por el lado o nos afecta con menor o mayor profundidad. De la misma manera o nos deja un mensaje residual o nos toca en lo más profundo.

Sin mayor afectación, y como una forma de conjurar con algo de humor la cercanía de la Parca, diremos del interfecto a la hora de comunicar el hecho o comentarlo, no que murió, sino que paró las chalas, estiró la pata, entregó las herramientas, se puso el pijama de palo, pasó a decorar el oriente eterno, cagó pistola.

Por otro lado, cuando nos afecta, nos acercamos a la filosofía o la religión que no otra cosa que una versión simplificada de la primera, y amparados en una u otra, entramos en profundas disquisiciones acerca de la vida y sus por qué.

Son momentos que no nos llevan a, o de los cuales no extraemos ninguna conclusión, salvo tal vez vislumbrar que lo que hacemos lo hacemos en general por los otros, porque de alguna manera buscamos en la otredad o bien el reconocimiento o bien la posteridad. Es decir, la justificación de nuestra existencia.

Y en este tránsito inconsciente en el que de profundis nos detenemos solo un momento y por momentos a recabar sobre el por qué estamos en este moridero, del porqué de nuestro engaño de creernos inmortales, del por qué, obnubilados por la percepción que tenemos de nosotros mismos, podemos ser capaces de alcanzar nuestros mejores logros o cometer las peores vilezas.

¿Y a propósito de qué todo esto, os preguntareis? No lo sé, tal vez porque hoy nuestro país y los que vivimos en él, estamos enfrentados a una encrucijada – relevante, por cierto – que como sea alterará nuestras vidas y de una u otra forma nuestros bienes, y en tal sentido, el debate se centra entre lo que esperamos ganar y lo que tememos perder con nuestra decisión.

Entonces me viene a la memoria Segismundo, que en mi imaginario no es otro que Héctor Noguera hace una punta de años atrás, que en las tablas del ex teatro Dante de la plaza Ñuñoa, declamaba ese inolvidable e imperecedero monólogo de Pedro Calderón de la Barca, que en nada me ayuda pero que aquí lo replico:

“¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.”