Por Claudio Román desde México. romanrisk.com
Las invasiones extraterrestres siempre siguen el mismo patrón: un platillo volador aterriza en un pueblo perdido, un granjero somnoliento es el único testigo y, por algún motivo inexplicable, el evento nunca queda registrado en cámaras. La amenaza es difusa, inminente, pero nunca comprobable. Hollywood supo convertir ese miedo en entretenimiento, pero el mundo financiero hizo algo mejor: lo convirtió en dinero.
No es casualidad que la gran fiebre del cine de alienígenas y conspiraciones haya florecido en los años de mayor estabilidad de Estados Unidos. Los ovnis nunca se vieron en la Gran Depresión ni en plena Segunda Guerra Mundial. Aparecieron cuando no había amenazas reales. Porque el miedo es más útil cuando no hay nada que temer. Una sociedad próspera necesita razones para mantenerse alerta.
La economía funciona igual. Nos dicen que los mercados detestan la incertidumbre, pero si eso fuera cierto, ¿por qué las mayores fortunas de la historia se han hecho en los momentos de máximo pánico? Si la volatilidad fuera un problema, los mismos actores no la estarían provocando constantemente. El mercado necesita crisis como Hollywood necesita secuelas.
Cada colapso financiero es una película de género: primero, la amenaza misteriosa—una posible recesión, una burbuja inmobiliaria, la inflación fuera de control—; luego, el momento de histeria—titulares alarmistas, desplomes bursátiles, inversores huyendo como en una estampida de Godzilla—; y finalmente, la resolución: la intervención del banco central, el rescate de turno, el regreso a la normalidad con una nueva distribución de la riqueza.
La gran ironía es que las crisis económicas, como los avistamientos de ovnis, siempre aparecen donde nadie puede verificarlas del todo. Se presentan como fenómenos inevitables, imprevistos, misteriosos. Nunca como lo que realmente son: la consecuencia predecible de patrones que se repiten una y otra vez.
Los mercados y la conspiración: el miedo como método
Las conspiraciones tienen una característica esencial: siempre parecen obvias en retrospectiva, pero en el momento nadie las ve venir. Por eso funcionan tan bien. En el cine de los 50, los alienígenas no llegaban en grandes flotas visibles desde el espacio, sino que se infiltraban poco a poco, tomando forma humana, sin levantar sospechas. En los mercados financieros ocurre lo mismo. Las burbujas crecen a la vista de todos, pero nadie se atreve a decir que lo son hasta que revientan.
El miedo, bien administrado, genera orden. No hay mejor forma de alinear voluntades que con una amenaza inminente. En los años 50, la Guerra Fría convirtió la paranoia en política de Estado: cualquiera podía ser un espía soviético. Hoy, la economía ha convertido la incertidumbre en una herramienta de control: cualquier indicio puede ser el inicio de una crisis.
El patrón se repite. Primero, una serie de advertencias difusas: algo no cuadra, el mercado inmobiliario está inflado, las tasas de interés se moverán. Luego, el pánico empieza a tomar forma en los titulares: «¿Estamos al borde del colapso?». Finalmente, la histeria es total, la volatilidad se dispara y todos huyen al mismo tiempo, como en un incendio sin fuego visible.
Pero el pánico no es espontáneo. Es un recurso narrativo que debe ser dosificado. Demasiado temprano, y la audiencia pierde interés. Demasiado tarde, y los protagonistas no tienen tiempo de reaccionar. En los mercados financieros, la crisis debe ser inminente, pero no inmediata. El miedo no funciona si se resuelve en una escena. Debe ser un arco narrativo que se prolongue lo suficiente como para justificar intervenciones, ajustes, traspasos de riqueza.
En La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), la paranoia era el verdadero monstruo. Los protagonistas creían que sus vecinos habían sido reemplazados por réplicas alienígenas, pero no tenían cómo probarlo. En los mercados ocurre lo mismo: la crisis es real, pero su origen es nebuloso. Cuando estalla, siempre se presenta como un fenómeno natural, espontáneo, imposible de haber previsto.
Pero las crisis, como los relatos de invasiones extraterrestres, no ocurren en el vacío. No son catástrofes sin dueño. Siempre hay alguien que las anuncia primero, alguien que las aprovecha después y alguien que, en medio del caos, descubre que su negocio acaba de mejorar.
Trump y la incertidumbre como espectáculo financiero
Expediente X transformó la paranoia en un arte. El gran giro de la serie no era que los extraterrestres existieran, sino que el gobierno jugaba a que la verdad nunca quedara del todo clara. No se trataba de exponer los hechos, sino de administrarlos, de generar sospecha suficiente para que nadie se sienta seguro, pero tampoco pueda probar nada.
Trump aplica el mismo método a la economía. Cada crisis que desata—la guerra comercial con China, sus ataques a la Reserva Federal, sus insinuaciones sobre una recesión inminente—funciona con la misma lógica. No importa tanto lo que dice, sino lo que hace dudar. Sus declaraciones no anuncian eventos, los insinúan. Cada tuit es un capítulo nuevo de una serie donde la tensión nunca se resuelve del todo.
Los mercados no necesitan estabilidad, necesitan oscilaciones. La incertidumbre no es un accidente del sistema, es su combustible. Un solo comentario suyo puede hundir el Dow Jones por la mañana y hacerlo rebotar por la tarde. No gobierna la economía, la agita a intervalos regulares.
Las crisis económicas, como los thrillers bien construidos, pierden impacto si el desenlace llega demasiado rápido. Un colapso financiero inminente no sirve si se materializa de inmediato. El pánico bien administrado debe ser gradual, como el suspenso: suficiente para alterar el comportamiento del público, pero sin mostrar nunca al monstruo en pantalla.
Trump ha convertido la Casa Blanca en un hedge fund de incertidumbre. No dirige la economía, la desestabiliza en cuotas. Lo suyo no es la improvisación, sino la coreografía del caos.
La gran ironía: el mercado no odia el miedo, lo necesita
Se repite como un mantra que los mercados buscan estabilidad, que la previsibilidad es la base del crecimiento. Pero si eso fuera cierto, las grandes fortunas no se habrían hecho en momentos de pánico.
En el cine, los ovnis nunca aparecen en ciudades llenas de cámaras de seguridad. Siempre descienden sobre pueblos remotos, donde un granjero asustado jura haberlos visto antes de que el objeto desaparezca en la oscuridad. En los mercados financieros, las crisis siguen la misma lógica. Nunca ocurren sin que alguien ya haya tomado posiciones antes.
Cada desplome, cada pánico bursátil, cada colapso económico es descrito como un accidente inesperado. Pero si de verdad fueran imprevistos, los mismos actores no los provocarían repetidamente.
El mercado financiero no es un monasterio, es un casino. Y como en todo casino, la casa siempre gana. Pero a diferencia del póker, aquí no hay azar: hay ciclos cuidadosamente coreografiados donde la incertidumbre no es una falla, sino el mecanismo central del juego.
Las burbujas no estallan porque «nadie las vio venir». Todo el mundo sabe que están ahí, pero la cuestión no es evitarlas, sino decidir quién se beneficiará cuando colapsen.
La estabilidad es un ideal teórico. En la práctica, la incertidumbre es mucho más rentable. Sin oscilaciones, no hay oportunidad de comprar barato y vender caro. Sin sobresaltos, no hay margen para justificar ajustes que, de otro modo, serían políticamente inviables. Sin miedo, no hay transferencia de riqueza.
Los mismos que en público predican la serenidad de los mercados, en privado apuestan a la volatilidad. Los que dicen que la crisis es un problema son los primeros en beneficiarse de ella. Y como en el cine de suspenso, la clave no es el caos, sino la dosificación del caos. Demasiado rápido y pierde impacto; demasiado lento y el público se aburre.
El mercado, al igual que Hollywood, sabe que el miedo no es un error del sistema. Es su modelo de negocio.
«El miedo es la mejor inversión»
La crisis no es el problema, es la herramienta. El miedo no es una falla del sistema, es el sistema.
Hollywood lo entendió hace décadas. Las grandes películas de suspenso no resuelven todas sus preguntas de inmediato. Dejan cabos sueltos, insinúan secuelas, alimentan la incertidumbre para que la historia nunca termine del todo. Los mercados financieros hacen lo mismo: no predicen el futuro, lo escriben en tiempo real.
Cada gran crisis—desde 1929 hasta la burbuja tecnológica, desde 2008 hasta la última recesión anunciada con fanfarria—ha funcionado bajo la misma lógica. Se nos dice que son accidentes inevitables, pero si lo fueran, no beneficiarían siempre a los mismos. No es un fenómeno meteorológico, es un mecanismo de redistribución, donde lo que cambia no es el tamaño de la riqueza, sino su dueño.
Y como en toda buena industria del entretenimiento, siempre hay una secuela en camino. El miedo vende. Y en Wall Street, como en Hollywood, nadie cancela una franquicia rentable