Por Miguel Ángel San Martín, desde Madrid
Como estamos en Semana Santa, permítanme que haga un recuerdo muy sincero y describa una de las tradiciones más conocidas de España.
A la abuela de mi esposa, Doña Leocadia Sánchez, la llamábamos simplemente “Leíto”. Ahora habría cumplido 124 años, pero falleció en 1992, con 92 muy trabajados años en el cuerpo.
“Maestro”, me saludaba con un gritito simpático en cuanto me sentía llegar al campo, aquellos viernes españoles en que uno deja la ciudad para irse a pasar el fin de semana “al pueblo”. Ya casi no veía, pero suplía su ceguera con una memoria auditiva increíble al identificar hasta los pasos de la gente.
Nació un 6 de abril, cuando despuntaba el siglo XX, en medio de una Semana Santa de aquel pueblito que se aferra al mapa madrileño, lindando con las provincias de Toledo y de Ávila, en los inicios de la Sierra de Gredos.
San Martín de Valdeiglesias tiene ahora poco más de 8 mil habitantes “de derecho”, o sea empadronados. Pero en Semana Santa y en verano allí se amontonan más de quince mil “de hecho”, o sea turistas visitantes, dada la belleza del Pantano de San Juan, lago artificial que nutre de energía eléctrica y del vital líquido a Madrid. En ese marco de pinares y viñedos junto al lago, se yergue este pueblo de sierra, con calles estrechas, con las ruinas del Castillo de la Coracera en la cresta y las iglesias medievales por los alrededores, que le dieron el nombre: Valdeiglesias, que proviene de “Valle de las siete iglesias”.
La Semana Santa allí es tan famosa como la que más en la España del cristianismo practicante. Procesiones todos los días, con las etapas del sufrimiento de Jesucristo. Por las noches con antorchas y en silencio; por el día, con bandas de instrumentos de viento, de madera y metales, acompañados por tambores que marcan pasos respetuosos. Durante los silencios de los instrumentos, surge la voz potente y espontánea del cantaor que lanza su voz al viento en el lamento que estremece, la saeta a la Madre y al Hijo en las procesiones “Del Encuentro”
Cófrades descalzos, vestidos con hábitos y capuchones, como monjes escondidos en sus plegarias. Fieles que disputan meses antes los “derechos” para portar a los santos sobre sus hombros. Remates en los cuáles las Cofradías consiguen recursos económicos para la procesión del año siguiente.
La Abuela Leíto nos pedía que la lleváramos a la Calle de la Corredera, la principal, para presenciar las procesiones. Ella, lo describía todo en el desayuno del día siguiente, como si lo tuviera grabado en sus retinas dormidas. “¿Te fijaste, Maestro, que la banda mantenía firme el ritmo de los cófrades al caminar?¡Qué bella estaba la Madre cuando se encontró con su Hijo, al juntarse las dos procesiones en la plaza de la Corredera!”, exclamaba entre suspiros, quien sabe si recordando las procesiones de su juventud.
La Leito habría cumplido ahora 124 años. Y la recuerdo sentada en su sofá del rincón del salón de la casa de campo, con un Rosario en la mano y los suspiros del recuerdo, cuando era Semana Santa.