Nada nuevo bajo el sol: Los niños crecieron

Debe doler, claro que debe doler. Porque ya están juzgados y sentenciados. Aunque se demuestre más adelante que el asunto no era tal como se pintaba, la historia que hoy se está contando vende bien en tanto reúne todos los elementos necesarios para llamar la atención: dinero en grandes cantidades, opacidad en su entrega, objetivos más bien maqueteados (la misma cantinela que se pone en cualquier proyecto para justificar la pediura como decía una dirigente vecinal de una comuna en la que trabajé) y, mezclados en ello, integrantes de esa generación impoluta, miembros de un mismo partido que se ufanaron de ser adalides del virtuosismo y la pulcritud (el hombre nuevo siempre buscado y nunca encontrado). Es decir, todo lo necesario para que, mal mirado, el asunto resulte lo suficientemente sospechoso como para exponerlos en la plaza pública y lapidarlos sin contemplación.

Ahora, con un poco más de objetividad y más allá de ser feo esto de pasarse dinero entre amigos para financiar proyectos de dudosa utilidad si los miramos a simple vista, sería interesante saber si esos dineros fueron invertidos en ello o fueron a llenar las arcas de terceros ajenos a los fines planteados. En otras palabras, ¿se fueron al bolsillo izquierdo de los involucrados o se destinaron a financiar la fundación mi casa o mi partido? Eso parece que todavía no lo sabemos, aunque para los efectos de la historia carece de toda relevancia. Como tantas veces se ha repetido, no se puede dejar que la verdad eche a perder una buena historia.

Y la historia es buena, porque lo que pretende es demostrar algo que sabemos: que la honestidad es un bien sumamente escaso y que comprobarlo cada vez, sólo nos llena de frustración y rabia, porque viene a confirmar lo que en realidad somos y que de ello no escapamos ni nosotros mismos. Y para ello hacía falta que cayeran los sin mácula, los pregoneros del virtuosismo y la pureza, lo jóvenes idealistas que llegaron al poder exigiendo ascetismo en todas las autoridades y rebaja inmediata en el nivel de ingresos de todos los servidores públicos que “profitaban” de altos cargos, cuestión impropia en un país en que la iniquidad capea.

Nada nuevo bajo el sol. Todo aquel que no está en un cargo público puede sin más plantear tales exigencias, lo mismo quienes llegan a ellos por primera vez todavía sin tener mucha idea de la cruda realidad (los que pasaron de recibir una mesada a recibir una dieta como dijo un exparlamentario) o, si se quiere, aquellos que desconocen la crueldad del mercado proclamada por Aylwin, o el efecto demostración de Duesemberry, ese que nos dice que frente a un aumento del ingreso, el nivel del gasto va a ser siempre proporcional a él y, en general siempre más elevado; es la razón por la que nunca el sueldo nos alcanza, siempre vamos a querer un auto parecido, una casa parecida, unas zapatillas parecidas a las superiores de nuestro vecino. Y claro, a la vista de esta realidad los principios comienzan a desvanecerse o a ser remplazados por otros como decía Groucho Marx.

Y de eso se trata toda esta historia, de demostrarle a la opinión pública que los niños crecieron y que, como todos, no son otra cosa más que el común de los cristianos, seres de carne y hueso a los que la santidad le es ajena como a cualquiera persona de a pie y que en ellos no encontraremos a aquel ministro que, según cuenta la historia no comprobada por este servidor, renunció a su cargo ministerial pese a la entrega y vocación demostrada y a su férrea lucha contra la corrupción que con jugosos sobornos golpeaba su puerta. Cuando el presidente le preguntó por qué lo hacía cuando su honestidad era a toda prueba, le respondió: “Porque están llegando a mi precio”.

De paso, la idea también sirve para reforzar la ya generalizada percepción de que el Estado no solo es un mal administrador de los recursos, sino que se presta para transformarse en una hijuela pagadora de favores que a la larga resulta dominada por una manga de funcionarios que trabajan para sí mismos en vez del interés colectivo de la nación, lo que permite sostener, sin temor a equivocarse, que la razón asiste a quienes pregonan que ¡con mi plata no y más impuestos, jamás!

Y como corolario de todo esto y de los demás desaguisados que la prensa se ha encargado de resaltar, para muchos (sobre todo el esperanzado enemigo) el gobierno está muerto, Jackson y sus boys también y de lo que queda de gobierno solo podemos esperar la cojera de un pato, cuyo significado nunca he terminado de entender.

Sin embargo, no está de más recordar al viejo Churchill cuando decía: ”La política es casi tan emocionante como la guerra y no menos peligrosa. En la guerra nos pueden matar una vez; en política, muchas veces”.

Sabemos y hemos comprobado que Churchill tenía toda la razón, en política los zombis abundan, es cuestión de mirar y recordar.

Y para terminar una más del viejo Winston: “El éxito consiste en poder ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”.

La – por así llamarla – generación que nos gobierna antes de ser gobierno no conocía el fracaso ni su amargura. Claro que debemos convenir que gobernar no es aprender, ni el gobierno el mejor lugar para echar a perder.