Salvador Allende y Boric, ética, política y ética utilitaria

Por Santiago Escobar

“Fue el mejor y el peor de los tiempos; la era de la sensatez y de la necedad; la época de la fe y de la incredulidad; la hora de la luz y de las tinieblas. Fue la primavera de la esperanza y el invierno futuro de la desesperación; todo el futuro era nuestro y no teníamos futuro alguno; todos íbamos derechos al cielo y todos íbamos en sentido contrario”.

Esas palabras, el párrafo inicial de Historia de Dos Ciudades de Charles Dickens, son las que mejor resumen el estado emocional de Chile poco antes del golpe de Estado de 1973. Las traigo a colación porque no se puede juzgar a Salvador Allende y su gobierno de la Unidad Popular, fuera de su contexto emocional, más allá de los hechos e ideologías que animaron la época, y su fatal desenlace.

Soy allendista y moriré como tal por convencimiento ético y moral sobre la personalidad política del presidente Allende, cuyo fulgor fue capaz de encender esos momentos y dejar un legado histórico, más allá de los comentarios interesados en defenderlo o de defenestrarlo históricamente. Admiro su coherencia política; su irreductible adhesión democrática incluso en su más extrema soledad, y su probidad como hombre público, valores escasos o largamente ausentes en la historia de Chile. En estos tres aspectos radica la grandeza de Salvador Allende y su irreemplazable lugar en nuestra historia como país.

En esencia, Allende nunca hizo menos de lo que dijo en sus discursos políticos. Hizo más, al comprometer voluntariamente su vida en defensa de su gobierno, simplemente porque sentía que tenía la obligación moral de hacerlo. No como un mártir, sino con el sentimiento de interpretar la voluntad y la esperanza de un colectivo de seres humanos acerca de una vida mejor a la que con él aspiraron. No hablo ni de tener la razón política ni de ser mayoría social, sino simplemente de una convicción íntima, profunda y fecunda, de interpretar la simbología de la libertad, la decencia y el bienestar de quienes lo seguían. Por eso se inmola, como un acto supremo de coherencia política.

Allende siempre fue un demócrata. Nunca actuó ni prometió actuar por fuera del orden legal y la legitimidad que el pueblo le entregó, de acuerdo a las reglas vigentes de nuestro sistema político. Allende respetó como propias las reglas y acuerdos, siempre dentro de la legalidad, y el acto de declarar su gobierno fuera de la Constitución por parte del Congreso, no fue una acción de demócratas, sino la búsqueda de una legitimidad falsa para la acción violenta de las fuerzas armadas. Sin fundamento legal y un acto contra la República y la soberanía popular, de parte de la oposición.

Finalmente, la probidad y transparencia de Salvador Allende como hombre público, y de su gobierno como administración, nunca ha sido desmentida. Ni nepotismo, ni negociados, ni apropiación de los bienes públicos por familias allegadas al poder se dieron en su gobierno. Todo ello, pese a que la cleptocracia militar-civil que trajo la dictadura, encabezada por la cúpula golpista, hizo lo imposible por describir lujos y excesos que nunca hubo. La historia reciente del país ha terminado por demostrar el manotazo de probidad que la dictadura civil militar le dio al patrimonio nacional, además de a la inteligencia y la cultura.

Ninguno de estos tres elementos es destacado por el libro de Daniel Mansuy, que el Presidente Boric nos pidió leer para entender a Salvador Allende y el Gobierno de la Unidad Popular. Pasado de la raya, posiblemente aplicando una ética utilitaria favorable a su gobierno, nos pidió leer a Salvador Allende y los tres años de la UP en la lógica filosófica y doctrinaria de un liberal de derechas, que no logra despegarse de sus prejuicios acerca del hombre sobre el que escribe, ni sobre la época en que ocurren los hechos.

Lo que Mansuy hace en su libro, entre otras cosas, al motejar el acto y mensaje finales de Allende como “el veneno y el enigma”, un veneno de secreción lenta de un mandatario a sus seguidores, dice, está motivado en que fue “consciente del ridículo al que se expondrá arrancando”. Ello es, a lo menos, prejuicioso para medir las circunstancias dramáticas del hecho. No le pido a Mansuy que sea ecuánime o que me dé la razón, pero si va a analizar el minuto político final del hombre sobre el que escribe, por lo menos ponga con respeto el contexto dramático de su época, tal como lo hizo en una obra de ficción Charles Dickens, citado al inicio de esta columna. Dickens tiene más humanidad con los personajes de su novela, que Mansuy con Salvador Allende.

Habrá tiempo de desbrozar conceptos y lenguajes del libro de Mansuy que, con todo, es un buen libro para un intelectual de derechas chileno. Lo que me importaba ahora era exponer las razones por las cuales creo que Allende nos trasciende, aun medio siglo después, sobre todo ante el gobierno y la elite política oficialista: coherencia política, adhesión democrática y probidad pública.