Violeta y el cajón de manzanas

Miguel Ángel San Martín. Periodista, Especial para Desenfoque,  Madrid

 

Este año se va a cumplir el medio siglo del Golpe de Estado que azotó a Chile en 1973.  Fue el 11 de septiembre de aquel año cuando las Fuerzas Armadas y los cuerpos de policía, se alzaron a sangre y fuego contra el Gobierno legal y democráticamente constituido.

¡Hace ya cincuenta años! Pero la memoria colectiva tiene la fecha grabada como si fuera hoy. El recuerdo es imborrable, la enseñanza también. Nunca olvidaremos a quienes murieron ese día, en los días siguientes, en los meses, en los años transcurridos. Nunca olvidaremos a los desaparecidos, a los exiliados, a los torturados.

Pienso que todo aquello merece ser recordado por siempre. Voy a dedicar más de alguna columna, de aquí al 11 de septiembre, a recordar situaciones, dramas y personajes que enorgullecen a nuestra tierra y a su gente. Es como volver a partir con los sueños rotos, ahora recompuestos. Voy a poner en negro sobre blanco los nombres que nunca olvidaremos. Y lo haré describiendo situaciones sencillas, humanas, ejemplares.

Hoy comenzaré con una anécdota de Violeta Parra, que guardé en mis archivos en el 2017 y que titulé “Violeta y el cajón de manzanas”

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Era una tarde de primavera. Chillán de 1954. Un punto clave de la geografía de la ciudad: el Mercado.

Mi padre avanzaba por la diagonal de aquel tradicional y colorido lugar, llevando de la mano a mi hermana Rosa Luz, avanzando hacia la pérgola de las flores, entre gritos de vendedores y ojos ávidos de turistas.

A un costado colgaban las mantas, los chalecos, los gorros, confundiéndose con los emboques, las bandejas de madera, los cinturones que simulaban muy bien ser de cuero y las ojotas de ruedas de camión. Y al otro, dejando un estrecho paso a los curiosos, las artesanías de greda negra del Quinchamalí de siempre, las revistas ennegrecidas de ojeadas y leídas, los sombreros de huaso, en fieltro negro y cinta multicolor. Ala ancha, como lo describe la canción, y las quenas y zampoñas, hechas de cañas secas, amarradas con lanas de colores, en tamaños que producían afinadas notas.

Sin duda, un espectáculo único, multicolor y bullanguero, que le imprime sello específico a la capital de Ñuble, que demuestra su personalidad, su identidad de cabecera campesina de provincia orgullosa de la gente del campo.

Mi padre recorre los pasillos con su mirada suave de ojos verdes, llenos de orgullo y de nostalgia. El orgullo, por ser de allí mismo. De haber nacido en el campo cercano, pero que se formó en las escuelas de la ciudad convertida en Capital Regional, y que crece y crece, sin perder sus tradiciones. Y las nostalgias, porque un par de años antes había ganado un concurso importante que le permitió dar el salto fundamental en su profesión de profesor normalista, que lo llevó a la capital del país, alejándolo de este espectáculo que lo oxigenaba. Fue reconocido para ir a codearse con la erudición y a demostrar que en provincias tenemos iniciativas, capacidad de gestión y formación férrea, capaz de construir futuros con la sencillez de las regiones y la madurez de la responsabilidad y del compromiso social.

Caminaba mi padre con mi hermana pequeña de la mano. Le iba contando cosas, historias de mantas, de colores y de tonadas. Iba inventándole situaciones que representaban la vida del campesino y sus derechos a la dignidad. Con palabras sencillas se lo explicaba, respondiendo preguntas de la niña ávida por saber más y más.

De pronto, los pasos se acortaron, la vista se aguzó y la boca quedó entreabierta, mirando a una mujer morena, de facciones suaves pero duras y de ojos negros de ensoñación. “La Violeta”, exclamó. Y mirando a su hija pequeña, le dijo, “te voy a presentar al genio creador de nuestro pueblo, a la imagen total de la mujer de nuestros campos”. Se acercó con respeto a Violeta Parra, quien buscaba una guitarra para que le acompañara en sus recitales de ciudades, teatros y campos. Mi padre le dijo algo al oído. Con suavidad y palabras de convencimiento. Se entendieron al instante. Palabras y miradas. Sonrisas e ideas. Y Violeta tomó un cajón de manzanas vacío, lo puso en vertical y se sentó, allí mismo. Mirando profundamente a mi hermana, comenzó a rasguear la guitarra tal como le conocieron siempre. Y de su boca brotaron los versos mágicos que la convirtieron en Reina del folclore chileno y símbolo de lo latinoamericano…

”Se ha formao un casamiento

todo cubierto de negro.

Negros novios y pairinos

Todos vestidos de negro…»

No sólo mi hermana se quedó petrificada, rigurosa en su silencio y en su ilusión. Sino que decenas de vendedores y clientes, de turistas y guardianes, de campesinos y dueñas de casa, reconociendo la voz y la figura. Y la aplaudieron con furor al terminar la canción. Se notó la emoción del momento, que recorrió los rostros y humedeció los ojos.  La grande, la famosa, la creadora inmortal, sentada en un cajón de manzanas, probando su nueva guitarra, le cantaba a la niña de ojos negros, como la uva de esta tierra.

Y tras los aplausos y las sonrisas, Violeta con su guitarra se fue por uno de los pasillos, mientras mi padre y su hija continuaron su camino, en busca de la fruta que habían ido a comprar.