Una inserción pagada en la edición de El Mercurio de ayer domingo 15 de diciembre sobre la quiebra de Curauma S.A. llama poderosamente la atención. Sin tapujos, se refiere a las fallas institucionales que afectan gravemente al sistema judicial chileno con eventual falta de probidad y comisión de delitos, algo que debe ser exhaustivamente investigado por el Ministerio Público y la propia justicia.
Señala el Inserto, firmado por Manuel Cruzat Infante, “que la elección del tribunal fue el comienzo de un gravísimo proceso de corrupción cuyos efectos continúan hasta hoy y en el que personas y entidades públicas y privadas del más alto nivel del mundo legal y financiero han actuado por acción u omisión” (*), refiriéndose al hecho de que de acuerdo con el sistema de distribución de causas correspondía que la quiebra se viera en el 6°Juzgado Civil y no el 2°.
Pero sin perjuicio del tema específico de Curauma planteado en el Inserto y cuyo relato completo está en una demanda radicada en el 29 Juzgado Civil de Santiago Rol 13.995-2024, lo que se pone en tela de juicio es de importancia nacional. Es la indiferencia que las autoridades del país y la elite política manifiestan sobre la seguridad jurídica y la igualdad ante la ley, debido proceso de por medio, como fundamentos esenciales de la libertad, los derechos civiles y las reglas del juego económico en nuestra sociedad.
La persistencia de hechos anómalos en torno al ámbito judicial, que tienen ya más de una década, es lo que ha provocado la grave crisis de credibilidad y confianza que exhibe el Poder Judicial, en especial la Corte Suprema y su rol supervisor de los tribunales y servicios administrativos complementarios de la judicatura. Eso es particularmente notorio respecto de su brazo administrativo, la Corporación Administrativa, CAPJ, sobre la cual se ciernen desde hace años serios cuestionamientos de transparencia y probidad. Pese a su dependencia directa de la Corte Suprema, esta nunca ha aceptado auditar de manera minuciosa y transparente lo que hace la CAPJ como subordinada.
Por cierto, el problema en el país va más allá de lo simplemente judicial y alcanza hoy de manera notoria también a los órganos especializados del Estado encargados de generar “fe pública”, en su mayoría autónomos pero relacionados con el Estado a través del Ejecutivo en el ejercicio de sus competencias. Entre ellos las superintendencias, el SII, la Tesorería General de la República, la Contraloría General de la República y otros. Todos necesarios para dar certidumbre a los magistrados y al funcionamiento de las salas judiciales cuando esa fe pública es requerida como suposición de legalidad en un juicio.
Los planteamientos del Inserto sobre el caso Curauma, conllevan el aspecto más amplio de seguridad nacional que es de extrema gravedad: la eventual manipulación de los sistemas informáticos mayores del Estado, entre ellos también el del Poder Judicial el cual maneja todos los archivos judiciales con información crítica sobre los ciudadanos. Manipulados ellos pueden caer en manos del crimen organizado o simples mafias corruptivas de la actuación del Estado.
Chile ha hecho un esfuerzo enorme para desarrollar un sistema normativo de ciberseguridad en los últimos 20 años. Pero muchos de sus órganos no se han alineado con los valores y principios que esa normativa prescribe. Tal es el caso extremo del Poder judicial y su Corporación Administrativa.
La Ley de Ciberseguridad vigente en el país sostiene en su primer artículo que “tiene por objeto establecer la institucionalidad, los principios y la normativa general que permitan estructurar, regular y coordinar las acciones de ciberseguridad de los organismos del Estado y entre éstos y los particulares”. Y si bien el artículo 53 de ella acepta regímenes especiales para instituciones como el Congreso Nacional, la Contraloría, el Banco Central y el mismo Poder Judicial, entre otros, indica que todos quedan obligados a “adoptar las medidas de seguridad de sus redes y sistemas informáticos” y a reportar incidentes de ciberseguridad, a coordinarse y a cooperar para las respuestas frente a ellos.
Chile es signatario del Convenio sobre la Ciberdelincuencia del Consejo de Europa (Convenio de Budapest) y miembro de pleno derecho desde 2016, que es el acuerdo internacional de uso más extendido para desarrollar la legislación de combate al cibercrimen, algo que está hoy en primera línea de la preocupación de seguridad de nuestro país. Sin embargo, la legislación chilena está fragmentada en diferentes organismos en materia de responsabilidad y uno de sus puntos críticos es la carencia de seguridad informática en el sistema judicial.
El caso de Curauma, y otros que se mencionan en el Inserto, y la vaguedad y falta de transparencia que contiene el tema debido a la postura prescindente de la Corte Suprema, obligarían al Congreso Nacional a tomar medidas legislativas en esa materia, sin perjuicio de la investigación de los hechos denunciados por parte de las autoridades pertinentes.
El crimen organizado no es asalto callejero o simples bandas de narcotraficantes. Es una industria sofisticada del crimen, que debilita o perfora las instituciones financieras y económicas de un país de manera subrepticia y que tiene un alto poder económico. Lo que empieza como un golpe de usura o una posición abusiva en un mercado puede terminar en un control mafioso de la institucionalidad de un país. Perfilar ese riesgo no puede pasar desapercibido para la prensa responsable.
(*) Lea el inserto completo aquí CURAUMA LA VERDAD