Trabajo en el centro de Santiago y transito por él y sus alrededores en forma habitual. No ha cambiado mucho desde que la cosas se apaciguaron. Los edificios corporativos siguen enrejados o con vistosas estructuras de metal sellándolos, cantidad de locales con sus cortinas abajo y con letreros de “Se arrienda”, el Paseo Ahumada convertido en persa de barrio y la Plaza de Armas con llamativas, aunque no muy atractivas (¿chicas?) que ofrecen, sin disimulo, sus servicios a ser ejecutados, según entiendo, en el Portal Fernández Concha, portal que como se
sabe, se ha caracterizado por su oferta de comida rápida… A ello se suma una pléyade de pastoras y pastores predicando a toda hora y a toda voz por la salvación de las almas, a otra pléyade humana que, según se ve, no demuestra mucho interés en ser rescatadas del averno al que se dirigen.
Una amiga, en su visión romántica de la Plaza de Armas me dijo un día, cuando aún le faltaba mucho, que cuando se jubilara no iba a dejar de venir al menos un día, a darle comida a las palomas, símbolo inequívoco de ese estatus. Lo hizo, más bien pudo hacerlo, tal vez fue una de las últimas que se unió a ese grupo tan notorio hasta hace algunos años atrás, hoy reemplazado por una juventud migrante que han hecho de este lugar su centro de encuentro.
El Centro siempre ha sido un indicador del estado del país. Lo sé porque lo frecuento desde hace más de cuarenta años. En los períodos de crisis económicas afloran los vendedores ambulantes con todo tipo de mercancías, los
embaucadores del tipo “pepito paga doble” trampeando al iluso que cree que ganará y termina perdiendo el sueldo de la semana, más una que otra oferta que logra hacer historia.
Una de esas fue la del café toples. Nacieron en plena crisis de los ochenta, la de las financieras, esas que producto de los petrodólares habían florecido como callampas y que, sin ninguna o escasa regulación, cuando cayeron, se llevaron
por delante a la banca que, para salvarla de una debacle mayor, y con la sumisión del que está en dictadura, todos tuvimos que meter la mano al bolsillo socializando su deuda. La afloración de ese tipo de café fue un típico caso donde la necesidad crea el órgano. Una crisis económica de aquellas que obligó a las mujeres a hacer de tripas corazón, la muerte de la noche desde que se instauró el toque de queda unida a la creatividad de los que regentaban la bohemia, dio origen a esta suerte de cabaret expres, un espectáculo nocturno resumido, a plena la luz del día, en un
establecimiento que imitaba la noche – denso en humo y humores varios – donde el empleado público y privado, por el valor de un café y a la hora de la colación o a la salida de la oficina, se daba un taco de ojo, como diría un mexicano, y algo más, si el tiempo y el bolsillo lo permitía. Duraron en este formato toda la década de los ochenta y hasta bien entrados los noventa. Con los años y pasada la crisis (y la prohibición, digámoslo así) pero creada la costumbre, devinieron en los conocidos cafés con piernas que la pandemia sepultó pero que hoy empiezan a resucitar.
Esta crisis ha sido larga, pero sobre todo distinta. El centro por casi dos años estuvo prohibido. Para concurrir a él se debía tener razones justificadas y previamente establecidas; pedir autorización en la comisaría virtual, portar pase de movilidad y realizar la gestión en un tiempo acotado, por lo que prácticamente sólo se veía en él a los que allí vivían o a los que desarrollaban una actividad calificada de esencial, de modo que su población flotante desapareció y solo ha comenzado a volver obligada, porque parece que no le desagradó o se acostumbró al arraigo
al que fue sometida.
Se sabe que cuando un sitio permanece abandonado por mucho tiempo, es invadido por un ejército de oportunistas que aprovechan las licencias del descuido y la falta de premura en concurrir a su rescate, lo que trae como consecuencia que el que quería volver lo piense dos veces y si considera que las oportunidades están en otra parte, definitivamente no lo haga, y así vemos como la fuga de empresas y profesionales está minando la resistencia estructural de este nuestro Centro que tiene historia y que el pesimismo me lleva pensar que sólo lo salva su
pilar fundamental, el barrio cívico.
Los golpes recibidos, primero producto del estallido a fines del 2019 y los primeros meses del año siguiente, sumado al mazazo que significó la pandemia, todavía tiene al centro con secuelas. Ha perdido la sobriedad y su impronta. No sé si alguna vez fue glamoroso, tal vez algunos rincones en la época de Gath & Chaves, del Waldorf o el café Santos (nos los conocí, salvo el café Santos), pero lo cierto es que hoy, nuestro centro está sumido en la incertidumbre de su devenir, la autoridad en el marasmo del qué hacer y a las principales empresas que sostienen la actividad comercial y financiera, pensando en abandonar en vez de colaborar en el rescate.
Ha pasado mucho rato sin que alguien arroje una idea de lo que se viene para el centro, es hora de que vuelva a su antigua gloria, ya no será el centro financiero, a quien le importa, pero existe la oportunidad de transformarlo tal vez en el centro cultural, del teatro, las variedades, de la vieja bohemia tal vez. Claro, no reflotaremos al Bosco ni a Julito Martínez en sus mesas, pero ya es hora que despierte y que sus espacios vuelvan a ser ocupados por quienes lo aprecian y no por quienes, en su ya excesivo letargo, aprovechan o desprecian.
Francamente, me dan ganas de decir ¡Soa Irací, Haga Argo!…pero estoy claro que la tarea es demasiado grande para una sola persona.