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    Cuando todo parece perro

    El fallo del caso SQM no sorprendió, pero igual dolió. Fueron más de diez años de investigación, tres de juicio oral, miles de páginas, decenas de testigos… y al final, todos absueltos. Nadie culpable. Nada que sancionar. Todo “ajustado a derecho”, dicen. Pero hay fallos que, aunque sean legales, igual huelen mal.

    Y es que —como reza el dicho— cuando tiene cabeza de perro, cuerpo de perro y cola de perro… probablemente es un perro.

    Desde el principio, este caso tuvo ese olor raro, el de las cosas que parecen justicia pero no lo son. Se cambiaron fiscales, se demoraron los plazos, se apagaron las voces incómodas. Lo que partió con fuerza, como una oportunidad para limpiar la política chilena, terminó convertido en un trámite que nadie esperaba con esperanza, sino con resignación.

    El exfiscal Pablo Norambuena lo dijo con valentía: “El Ministerio Público fue intervenido por la clase política.” Lo dice alguien que lo vivió desde dentro, que sintió cómo se iba cerrando el espacio para investigar a fondo. Y Carlos Gajardo, otro de los que estuvo ahí al comienzo, remató: “La Fiscalía sufrió la mayor derrota que ha tenido en la reforma procesal penal”.

    Y sí, uno lo siente así. No es solo una derrota judicial. Es una derrota ética, profunda, como esas que dejan un vacío difícil de llenar.

    Porque la verdad es que no hay que ser abogado para entender lo que pasó. El tiempo se volvió aliado de la impunidad. Diez años de investigación, diez años donde los recuerdos se diluyen, las pruebas se enfrían y los acusados se victimizan. Al final, el tribunal terminó reconociendo que el proceso había sido tan largo que vulneró derechos. Y así, con ese tecnicismo, se cierra uno de los casos más emblemáticos de corrupción política del país.
    Mientras tanto, la gente común mira desde afuera. Algunos con rabia, otros simplemente cansados. Porque todos sabemos, aunque nadie lo diga tan fuerte, que la justicia en Chile solo castiga la pobreza.

    Y sí, suena cruel, pero basta mirar a los lados. Para un joven de población que roba un celular, la justicia actúa rápido y sin piedad. Para un empresario que financia ilegalmente campañas, el sistema se vuelve lento, prudente, casi comprensivo. Son dos mundos distintos bajo un mismo escudo.

    Lo que más duele no es la absolución, sino lo que simboliza. Esa sensación amarga de que los poderosos siempre terminan bien parados, de que la política y el dinero se entienden mejor de lo que deberían. Norambuena lo dijo sin adornos: “La política se hizo un daño cuando fue cooptada por una empresa y cuando intervino en la investigación para lograr impunidad”. Y ese daño no es solo político, es moral. Porque cuando el poder se protege a sí mismo, lo que se pierde no es un caso, sino la fe en el sistema completo.

    El caso SQM tenía todo para marcar un antes y un después. Había pruebas, documentos, boletas falsas, correos, confesiones. Pero el tiempo hizo lo suyo, y el proceso terminó como tantas veces antes: sin culpables y con un país más escéptico que nunca.

    Y uno se queda con esa mezcla rara de impotencia y resignación. Con la sensación de que, otra vez, el perro ladró fuerte al principio pero terminó moviendo la cola. Domesticado.

    La justicia chilena parece vivir atrapada entre el poder y valga la redundancia , la justicia. Y en esa contradicción, el ciudadano común queda solo, mirando desde la vereda, entendiendo que cuando el poder está en juego, las reglas cambian.

    Al final, este fallo no es solo el cierre de un caso. Es el reflejo de un país que ha aprendido a no esperar demasiado. Un país donde la justicia se viste de neutralidad, pero donde todos sabemos que no pesa igual para todos.

    Y mientras siga siendo así, mientras el sistema castigue al débil y acaricie al fuerte, no habrá reforma que alcance. Porque la justicia, cuando deja de ser justa, se vuelve apenas un ritual vacío. Una escenografía perfecta para que el perro siga pareciendo perro… aunque ya no ladre nunca más.

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