Chile vuelve a enfrentar, una vez más, opciones cívicas entre racionalidad política de diálogo o radicalidad doctrinaria. No es algo entre izquierdas y derechas sino una visión excluyente y transversal entre el diálogo o la intransigencia sobre el curso del país ahora en pleno ejercicio democrático.
Chile es un país social y cultural plural, de enorme diversidad política. Pero con una línea de división que rompe transversalmente todas las ideologías y entorpece la claridad del juego democrático. Que se da entre los que ven el desarrollo del país como un crecimiento con acuerdos y distribución de bienestar y paz social, y otros que buscan su destino con visiones doctrinarias extremas y juicios negativos respecto de sus oponentes y sin caminos al diálogo. Este radicalismo excluyente de izquierdas y derechas confluye en un campo imaginario de puros enemigos, nunca de adversarios, y termina siempre vaciando o instrumentalizando el centro político.
Esa dicotomía nuevamente ha quedado expuesta producto de las variaciones recientes del escenario político nacional, donde sobresalen el amplio triunfo de Jeannette Jara en las primarias oficialistas, y la caída de Evelyn Matthei, después de 23 meses de puntear las encuestas. Con ello, el centro político aparenta haber quedado vacío y las fuerzas más afines a él, tanto de oficialismo como oposición, aparecen debilitadas.
Este juicio por cierto tiene matices a cada lado del espectro político, no está aún maduro y merece un par de consideraciones de prospectiva antes de las elecciones de noviembre. Primero, hay dudas razonables de tiempo y circunstancias hasta la conformación definitiva de la papeleta presidencial de primera vuelta, relacionadas sobre todo con la conformación de bloques de aspiración parlamentaria. En segundo lugar, la racionalidad cívica del voto obligatorio si ya fue un tema más positivo de la ciudadanía que de los partidos políticos, ahora puede acentuarse. Los dos fallidos procesos constitucionales y las últimas elecciones generales para regiones y municipios así lo confirman.
Pero es evidente que, en Chile, la ideología perturba la estabilidad institucional y económica sin atender a hechos, lo que resulta malo para el desarrollo nacional, y que el momento actual confirma. Lo que hace doblemente difícil que la crisis institucional y de seguridad que aqueja al país pueda ser atendida con buenas políticas públicas basadas en acuerdos y consensos amplios. Pocos atienden los argumentos de los otros.
Hace 24 años, 10 después de recuperada la democracia, un connotado economista publicó una opinión sobre las razones por las cuales Chile no es un país desarrollado como lo son Japón, Holanda, Estados Unidos, Singapur, Canadá o Australia. En términos económicos, señaló, si existe atraso, siempre existe un factor con fuerte productividad negativa que frena el desarrollo, lo que hace que la diferencia fundamental entre países con los mismos o similares recursos se deba a la calidad de sus respectivas políticas a través del tiempo. Si estas son buenas, crean institucionalidad que promueve el desarrollo económico y social. Si son malas, lo retrasan.
Si Chile, con recursos naturales per cápita comparables o superiores a los de Estados Unidos y un capital humano estimado en un 60% del norteamericano, la responsabilidad de su atraso es de las elites dirigentes, políticas, empresariales, laborales, militares o culturales, ya sea a consecuencia de su carencia técnica o por su defensa de intereses creados.
“El remedio es simple y complejo a la vez-sostuvo- pues pasa o por un cambio dramático de los consensos y urgencias de las elites, o por la sustitución de estas o, más probablemente, por una mezcla de ambas cosas.” Lo que en nuestro caso señaló, debe ser corregido con urgencia pues los pobres no pueden esperar, concluyendo finalmente que ello “Es un imperativo moral ineludible sobre el cual hablamos mucho y hacemos menos de lo debido”.
El tiempo le dio la razón y son pocos los que hoy, 25 años después -solo con matices de diferencia- manifestar no estar de acuerdo con estos juicios. Pero es posible que, conociendo al autor de ellas, Manuel Cruzat Infante, connotado empresario y teórico del modelo económico chileno de los años 80, corrieran a refugiarse en sus certezas ideológicas a buscar justificaciones para mostrar desacuerdos. Es el drama del ciclo radical de ideologías sin fundamentos a la realidad.
Lo relevante es que expresó su opinión como una alerta sobre el rumbo que tomaba el modelo económico (“Reprobados” El Mercurio 11 de febrero 2001) en un momento de burbujeante éxito del país y de satisfacción política del gobierno. Pese al hecho que parte de lo que se mostraba era producto de sus acertados juicios. Pero la falta de competencia real y control financiero ahogarían el modelo. Su opinión retumbó como una taquicardia en el corazón de los operadores del modelo, pareciendo casi una extensión del debate entre autoflagelantes y autocomplacientes que conmocionó al oficialismo de la época un par de años antes. Lo dicho, a Manuel Cruzat le provocó hasta el día de hoy una expresión de intensa incomodidad de parte de sus pares del sector empresarial, en un país de memoria frágil, acomodaticia y vengativa como expresión de poder.
Finalmente, los problemas que enfrenta el país hoy y las opciones que empiezan a prevalecer confirmarían que las elites están siendo reprobadas, como señaló Manuel Cruzat Infante en su columna, aunque queda un mínimo de tiempo para enmendar.