Desde Madrid
Es impresionante cómo en la actualidad el lenguaje se va empequeñeciendo, desvirtuando, ensuciando con insultos, especialmente en el mundo de la política. Considero que esto es un asunto grave no sólo para la comprensión de lo que se pretende decir, sino para la convivencia social, para el total desarrollo humano. Y no es tremendismo lo que señalo porque, desgraciadamente, el insulto, la grosería, las malas palabras, se van normalizando en el lenguaje cotidiano y las ideas se funden en el descrédito y se pierden en la mediocridad, en la nada misma.
Por desgracia, esta costumbre no sólo de vive en Chile o en España, sino que está surgiendo en numerosos países con una actividad política muy activa. Y pongo el acento en dicho sector, porque es el que copa prácticamente y con mayor frecuencia los espacios en los medios de comunicación. Y esto sucede con mayor asiduidad debido a que las redes sociales están jugando un papel preponderante en la intercomunicación. Y lo hacen sin control alguno.
Escucho a una catedrática en lengua castellana que señala que esta normalización del insulto gratuito “puede considerarse como la muerte del diálogo, la degradación del idioma, la desaparición de las ideas”. Abunda en tales argumentos, señalando que da la impresión de que los políticos que no tienen nada que decir recurren al insulto para poner fin al debate de ideas. Y lo hacen aprovechándose de posiciones de privilegio, como son los cargos electos que gozan de inmunidad o están protegidos por un marco jurídico complejo y difícil de traspasar.
El imperio del insulto impide una respuesta madura, interesante, importante para avanzar en el diálogo que construye futuros y abre caminos al desarrollo, al progreso de las sociedades. No se puede intercambiar ideas, no se permite construir proyectos coherentes y necesarios para todos. Por el contrario, el insulto impide entenderse en el marco de la inteligencia que se nos presupone.
“De la discusión nace la luz”, dijo un político pensador del Siglo XX que abogaba por el diálogo, por el intercambio de ideas, sin temer llegar a la discusión apasionada, entre personas con iniciativas válidas que defienden con razones y respeto mutuo.
“No estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo”, frase atribuida a Voltaire (seudónimo del francés Francois-Marie Arouet, del Siglo XVIII), quien escribió -intencionadamente- obras muy transgresoras que irritaron a muchos, de diversas tendencias, y que provocaron fuertes condenas que aún hoy se escuchan. Sin embargo, se le sigue citando como uno de los más válidos pensadores de la tolerancia y defensor de la libertad de expresión.
Quienes se oponen a esa tolerancia por el pensamiento ajeno y que reniegan de la libertad de expresión, recurren al insulto como estrategia y lo amplifican gracias a su potencial económico y a la propiedad de medios de comunicación. Muchas veces, y ante la carencia de argumentos válidos, igualmente recurren a la mentira, que también es un insulto a la gente.
Lo que resulta doloroso, es que con la mediocridad del lenguaje y lo vacío de ideas, utilizan recovecos verbales para engañar al pueblo llano, adormecido por ese espectro comunicacional que ellos dominan. Y ese sector vulnerable, a menudo les cree. Entonces se produce lo que señalábamos con anterioridad en cuanto a que el insulto impide el desarrollo de las sociedades.
Y también comprobamos lo que ocurre en el mundo de la política, donde se aprecia una preocupante ausencia de liderazgos fuertes, preparados y decentes. Algunos de los que aparecen en la actualidad basan su presencia en una continua falta de respeto hacia el que piensa distinto y argumentan con insultos, lo que demuestra solamente su ignorancia.
Son fáciles de identificar y no es complicado abstraerse de su maquiavélica estrategia del engaño. Por lo tanto, hay que defender el sistema más conveniente de convivencia social, que es la democracia, por las vías que la propia democracia establece para avanzar y progresar.