Por Juan Braun Llona
La reciente presentación de los resultados del SIMCE 2024 dio la impresión de un gran resultado. Lamentablemente, la realidad es muy distinta. Al margen de algunos resultados levemente mejores y otros levemente peores que en las últimas mediciones, la conclusión sigue siendo la misma desde hace varias décadas: cerca del 70% de los estudiantes y en algunos casos cerca del 80% tiene un desempeño elemental o insuficiente. Es decir, menos de un tercio de los alumnos tiene los conocimientos y destrezas necesarias. No es difícil imaginar qué ocurre en un país en que la ya disminuida fuerza de trabajo no tiene los elementos necesarios para desempeñarse en su trabajo o vida personal.
El gasto público en educación relativos al ingreso en Chile (4,18% del PIB) es similar al promedio de la OECD (4,36%) y es más alto que en Portugal, España y Corea entre otros. El gasto creció en Chile en cerca de un 40% en términos reales en los últimos diez años, crecimiento concentrado en los primeros cinco años. En esos años, el gasto por alumno en educación parvularia se mantuvo constante, en educación escolar creció algo más que un 10% y en educación superior creció un 80%. Todas estas cifras de rendimiento y de gastos llevan a una sola conclusión: la última reforma educacional llevada a cabo durante el segundo gobierno de Bachelet no solo no mejoró la educación, sino que la empeoró. Como intentaré mostrar, dicha reforma es casi un libro de texto sobre lo que no se debe hacer. Desde el punto de vista de un sistema de educación existen pocas, pero muy útiles políticas que han probado tener éxito. La primera de ellas es que el gasto se debe concentrar en los primeros años. El desarrollo neurológico y el carácter secuencial propio de la educación hacen que el esfuerzo se debe hacer lo más tempranamente posible. No es correcto, como comúnmente se cree, que en edades más avanzadas no se pueda aprender, pero es indudable que el esfuerzo necesario es mucho mayor. Esto es exactamente lo contrario a lo que se ha hecho en los últimos años.
Una segunda característica que tienen los buenos sistemas de educación es la autonomía de que gozan las instituciones educacionales. Generalmente, pueden decidir la orientación de sus programas, hasta cierto punto sus curriculum y sus prácticas educativas y sobre la asignación de sus recursos humanos y financieros. Chile tiene una larga tradición de extensos y pormenorizados programas de estudio que no dejan espacio a variaciones locales ni de población objetivo y las instituciones prácticamente no tienen ninguna independencia para manejar sus recursos. La reforma exacerbó esto y de paso introdujo una cantidad adicional de reglas para impedir que los establecimientos particulares subvencionados fueran a percibir lucro en sus actividades. Es evidente que un sistema descentralizado debe estar sometido a una rigurosa rendición de cuentas. En este ámbito la generación de datos tanto financieros como de rendimiento es todavía bastante pobre en los establecimientos educacionales. Y esto impacta no sólo la rendición de cuentas sino también la administración pedagógica y financiera de los propios colegios. En este sentido la tecnología y en particular la inteligencia artificial pueden ayudar bastante.
El elemento más importante en el éxito de un sistema educativo es la calidad de sus profesores. Los realmente buenos sistemas de educación (por ejemplo, Singapur, Corea, Finlandia, Canadá, Estonia) se caracterizan por la calidad de sus profesores. De ahí la famosa frase: “La calidad de un sistema educativo no puede ser mayor que la calidad de sus profesores”. Sobre esto, la reforma educacional prácticamente no se pronunció. En el caso de Chile, más de la mitad de los estudiantes admitidos a pedagogía no estuvieron sobre el percentil 50 en las pruebas de admisión a la universidad, es decir, tuvieron menos de un tercio de las respuestas correctas. Esto no debe extrañar puesto que la carrera docente es muy poco atractiva: la remuneración promedio de los profesores en Chile es un 40% más baja que la del resto de los egresados de la universidad.
Para solucionar este problema no se requieren grandes discursos sobre la importancia y el status de profesor. Lo que se requiere es lo que cualquier gerente de empresa haría para mejorar la calidad de sus trabajadores: un sueldo y una carrera que sea acorde al tipo de persona que requiere. Se puede argumentar que lo que se requiere en los colegios no son ni más ni menos que los mejores profesionales. Para ello, los estudiantes de pedagogía deben ser los mejores alumnos de su generación como ocurre en Singapur, Finlandia y en Corea y las facultades de pedagogía deben transformarse en las mejores de la universidad. No se saca mucho con subir los puntajes de admisión de los estudiantes de pedagogía artificialmente como muchos proponen. Para tener a los mejores profesionales como profesores se debe partir por hacer la carrera más atractiva con buenas remuneraciones. En general es difícil calificar a un profesor sin haberlo visto hacer clases. Por ello es muy importante la flexibilidad en la contratación para poder desvincular a los que no tienen las cualidades necesarias.
Todas estas políticas no son complejas en sí, pero requieren coraje para implementarlas y enfrentarse a los múltiples intereses que campean en este sector y en tantos otros.