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El equívoco cultural
Uno de los grandes equívocos de nuestras referencias culturales es suponer que tratan de lo que parecen tratar. En la superficie hay épica, destino, grandeza. Pero lo que opera en el subsuelo es otra cosa. Donde el público ve una hazaña, suele haber apenas una estrategia para no colapsar. Donde las personas ven lujo y poder, solo hay pagos en cuotas y un ego hipertrofiado disfrazado de mérito.
La cultura popular no celebra el poder: lo camufla para que parezca vocación. Confundimos mando con propósito, estrategia con deseo, obediencia con pertenencia. Las películas no nos enseñaron a mandar. Nos enseñaron a no temblar mientras fingimos hacerlo. La mayoría de los relatos fundacionales no explican cómo se asciende. Explican cómo no desbordarse.
Uno de los ejemplos más perfectos —y más persistentemente malinterpretados— es El Padrino. La película de Coppola, estrenada en 1972, y sus posteriores secuelas, han sido canonizadas como manual de liderazgo y poder, como biblia para ejecutivos que confunden solemnidad con lucidez y repiten frases de Vito Corleone como si fueran parte de un MBA. El cine como posgrado. El crimen organizado como escuela de management. ¿De verdad alguien cree que todo eso era poder?
Incluso, un compatriota de izquierdas escribió un libro sobre las “reglas” del poder. Lo que no imaginó es que ese gesto, quizás pensado como una crítica elegante o una provocación teórica, terminaría convirtiéndolo en autor de cabecera de CEOs locales, panelistas de fin de semana y aspirantes a Napoleón en formato LinkedIn. El texto era suyo, pero la lectura fue prestada. La derecha —esa misma que antes lo hubiese acusado de resentido o maximalista— encontró en sus frases un manual aplicable, un tono aprovechable, una estética del poder que no necesitaba justificación ideológica. Bastaba con que sonara seguro. Así se recicla el equívoco.
El Padrino no es una película sobre el poder. Es una película sobre el miedo. No solo porque en la mafia el liderazgo se recambia cíclicamente, sin votos ni jubilaciones, sino con balas. Sino porque tanto Vito como Michael Corleone entienden que el poder, si no se hereda con un plan de escape, es apenas una cuenta regresiva.
Cada escena, cada giro de la trama, los ajustes de cuentas, los cambios de liderazgo, el rechazo al tráfico de drogas, la expansión a Las Vegas —todo, absolutamente todo— es un baile de miedo con coreografía de poder. Lo que busca la familia no es dominar, sino evitar el destino de los que dominaron antes. La cercanía al Vaticano, la legitimidad pública, el ascenso simbólico son apenas tácticas. Lo que se juega en cada escena no es el control. Es la supervivencia. Michael no hereda el imperio. Hereda el miedo.
La degradación del mando
Otra obra maestra del genio Coppola es Apocalypse Now. Una película que suele malinterpretarse como un viaje al corazón de la guerra, cuando en realidad es un descenso al subsuelo del mando. Si El Padrino era el miedo estructurado dentro de una arquitectura familiar, acá el miedo aparece sin intermediarios. Es atmósfera, es clima, es la forma en que todo se deshace sin que nadie levante la voz.
La primera escena ya lo sugiere: helicópteros en cámara lenta, palmeras en combustión, y de fondo la voz de Jim Morrison cantando “This is the end” como si no se refiriera al mundo, sino a la cadena de mando. No es un inicio: es un pronóstico. Lo que viene no es una operación militar, sino una erosión controlada, donde las órdenes todavía se emiten, pero ya nadie sabe por qué.
El mayor Kilgore —camisa abierta, gafas de aviador, delirio operativo— ordena a sus soldados surfear en la playa en medio del combate. No lo dice como chiste, lo dice como mando. Y lo ejecutan. En ese gesto está todo: el absurdo todavía se impone porque mantiene tono de orden. El poder sobrevive como formalidad, aunque el contenido se haya vaciado. La autoridad es una coreografía sin partitura.
Martin Sheen, joven, arrastrado, anodino, no encarna a un héroe: interpreta a un empleado confundido que fue demasiado obediente. Podría estar en la selva o en un corporativo cualquiera: el uniforme cambia, el mandato no. Lo mandan río arriba a buscar al coronel Kurtz, que dejó de acatar y fundó su propio reino de sombras. Pero el viaje no es hacia el traidor. Es hacia el punto exacto donde el miedo ya no necesita rostro.
Cada tramo del río es una institución que se cae, una orden que se debilita, una jerarquía que se vuelve decorado. La selva no absorbe la civilización: la deja en evidencia. El capitán sigue avanzando porque el motor empuja, pero nadie sabe qué misión sigue vigente. Y cuando por fin llega, lo que encuentra no es desobediencia. Es obediencia llevada al extremo: un Marlon Brando espectral, sentado como una deidad vencida, rodeado de cabezas, hablando como si cada palabra fuera un eco de algo que ya no importa.
Es ahí donde el miedo se despliega con más fuerza. Porque lo que llamamos “misión” es, a veces, apenas una excusa para no volver. El coronel Kurtz no desobedeció. Solo llevó el manual hasta el final. El mando fue lo primero que se evaporó en la selva.
No hay autoridad sin delirio cuando el miedo se vuelve clima. Porque, aunque se suele decir que la guerra crea monstruos, lo cierto es que la guerra no enloquece: revela lo que la paz camuflaba.
Otro de los equívocos frecuentes —sobre todo entre quienes nunca han tenido que decidir por otros— es suponer que el miedo es exclusividad del subordinado. Como si la duda fuera un síntoma de los que reciben órdenes, y no de los que las redactan. Como si mandar fuera un blindaje.
Pero el que manda, muchas veces, tiene más miedo que tú. Solo que aprendió a disimularlo con lenguaje institucional. A cubrirlo con eufemismos, con urgencias, con comités.
No lo niega. Lo refina.
Y a veces —las peores veces— lo convierte en estructura.
La farsa del yo
American Psycho, protagonizada por el camaleónico y alarmantemente perfecto Christian Bale, no es una sátira sobre la violencia. Es una radiografía del pánico a no ser nadie. Un símbolo de época. Sobre todo para quienes empezamos nuestras carreras en los noventa y fuimos abducidos por la estética de Wall Street, pero también —aunque cueste admitirlo— por su ética. No se trataba de ganar. Se trataba de parecer. De parecer alguien que ya había ganado.
Patrick Bateman no quiere matar. Quiere sentir algo. Cualquier cosa. La violencia no es síntoma de poder. Es el grito mudo de quien ya no puede sostener su máscara. Y necesita una escena para recordarse que todavía existe.
Tiene todo lo que debería calificar como éxito: puesto financiero, departamento de catálogo, vida nocturna en locales imposibles de reservar. Pero en lugar de paz, lo que siente es vértigo. Su mayor competencia no son los demás. Es la posibilidad de no ser notado.
Entra en crisis por una tarjeta de presentación. Literalmente. No porque le falte una, sino porque la del otro tiene mejor gramaje y tipografía. En ese universo, la calidad del papel y diseño puede más que el balance, solo es cosa de mirar los informes anuales.
Bateman trabaja en una oficina donde nadie sabe qué hace, ni si lo hace bien, ni si hace algo. Pero eso no importa: tiene traje, tiene agenda, tiene reservas. Lo demás es decorado. Actualmente, cambiá el bronceado perfecto por un bootcamp corporativo. Cambiá a Bateman por un director de staff medio. El horror es el mismo: no tener identidad propia, que LinkedIn no sea suficiente, que no alcance más que para una pertenencia provisoria.
Detrás de cada traje perfecto hay un pánico a no estar invitado.
No es un psicópata. Es un administrador de ansiedad con tarjeta con letras doradas. En ese mundo, matar no escandaliza. Ser irrelevante, sí.
Todo está tan perfectamente coreografiado —las cenas, las frases, los gestos— que la única forma de romper el bucle es con un exceso. Por eso mata. No por placer. Por desesperación simbólica.
La tragedia no es el crimen. Es que nadie lo nota.
Y en el fondo, todo eso —el traje, el bronceado, la sangre—, es solo una forma sofisticada del miedo.
El código del rechazo
Viniendo más cerca, aparece The Social Network. La película escrita por Aaron Sorkin y dirigida por David Fincher, estrenada en 2010, fue rápidamente leída como el retrato de una generación disruptiva. Jóvenes brillantes, universidades de élite, traiciones entre socios y un producto que cambiaría la forma en que el mundo se comunica. Pero, como suele ocurrir cuando el guion lo firma Sorkin, lo importante no está en lo que se muestra, sino en lo que se deja ver por accidente.
Porque donde algunos vieron una película sobre tecnología, ambición y genialidad emprendedora, lo que realmente había era una excavación del miedo como sistema operativo.
The Social Network no es una historia de liderazgo ni de visión emprendedora. Es una historia sobre exclusión. Y más aún: sobre la necesidad imperiosa de revertirla. Facebook no fue creado por un líder. Fue codificado por un excluido. Mark Zuckerberg no buscaba conectar el mundo. Buscaba no quedarse fuera. La red social más grande del planeta nació de un portazo mal digerido. De una conversación interrumpida. De una humillación lateral. Zuckerberg no fundó una empresa. Fundó su revancha.
Todo lo que vino después —las rondas de inversión, las oficinas de vidrio, el hoodie elevado a símbolo de poder— es posproducción simbólica. Lo que hubo primero fue rechazo. Y enseguida, miedo. No el miedo a fracasar. Sino uno más sofisticado: el miedo a no ser incluido en la escena del éxito. A que el sistema funcione, pero sin uno en él.
En Harvard lo ignoraban. En Palo Alto lo temieron. Lo demás es mito. Y como todo mito, fue contado muchas veces hasta que dejó de sonar patético y empezó a sonar inspirador. Porque una cosa es temer que algo no funcione. Otra, más corrosiva, más privada, es temer que funcione perfecto sin ti.
Facebook no fue programado con visión. Fue programado con ansiedad. Con esa forma brillante y sigilosa del miedo que nadie llama miedo porque viene escrita en código.
Y claro, el código también puede ser otra cosa. Una forma elegante de no tener que explicar lo que realmente se quiere. O de controlar —aunque sea un poco— eso que no se puede evitar sentir. Para algunos, una solución. Para otros, una excusa. En todo caso, una arquitectura para que el miedo no se note. Pero siga funcionando.
A veces —por qué no— el código también una forma de mantenerse vigente.
O de postergar, con algo de dignidad, la fecha de caducidad. Del miedo.
Coreografía del miedo corporativo
Todo este inventario de formas del miedo del cine puede rastrearse —y, dependiendo desde dónde se lo mire, provocar risa o una melancolía silenciosa— en la fauna ejecutiva del mundo corporativo contemporáneo. Especialmente desde la pandemia hasta hoy, cuando la idea de liderazgo se vació, pero siguió girando como pantalla de espera.
La figura del ejecutivo corporativo es, ante todo, una invención defensiva. Un artefacto funcional, elegante en superficie, cuidadosamente diseñado para no colapsar mientras simula avanzar. El miedo no lo atraviesa: lo constituye.
El ejecutivo corporativo no crea valor de ningún tipo. Solo gestiona. No diseña una estrategia: administra lo que otros ya decidieron. Su zona de confort no es el poder, sino estar invitado a la reunión anual, trimestral o incluso semanal. Cree que tiene peso porque está copiado en todos los correos o participa del grupo de WhatsApp, pero lo que tiene es visibilidad sin autoridad. Mide su impacto por la cantidad de reuniones, no por lo que ocurre en ellas. Y su “influencia” se calcula por el número de contactos y validaciones que recibe en LinkedIn.
El KPI es la versión ejecutiva del miedo a desaparecer. Y la cultura organizacional, apenas una arquitectura del disimulo. En ese ecosistema no hace falta pensar. Basta con parecer ocupado.
Llena la agenda de compromisos familiares —algunos burdamente buscados— para inventarse equilibrio entre vida personal y trabajo. Porque si todo está lleno, entonces todo debe estar funcionando. Ese es el consuelo. Y también la trampa. Le aterra perder el seguro de gastos médicos, como si eso equivaliera a perder el último salvavidas antes de que alguien descubra que no sabe nadar.
No tiene miedo a ser despedido. Tiene pánico escénico a dejar de ser. No lo manipulaban. Él ya venía rendido de casa.
Y lo aterrador no es el jefe. Es no tenerlo. Porque en el mundo corporativo, no tener jefe provoca más miedo que no tener equipo.
Último tramo del miedo
Por mi parte, no me jacto de haber vencido al miedo. En muchos momentos lo sentí muy cerca, sin tocarme. No por fortaleza, sino por otra cosa que suele confundirse con valentía: la ingenuidad. Tal vez también confianza, o inconsciencia —la diferencia no siempre es clara. O quizás se parezca a mi alto umbral de dolor, que se manifestó claramente en mi última caída en bicicleta: tres médicos y yo estábamos pendientes de un brazo que debía ser reconstruido, pero nadie puso atención al otro, que también estaba fracturado. Enviaba señales múltiples: hematomas que parecían tatuajes de rockero, una mano que se adormecía cada mañana… pero yo no quería saber. Como si el cuerpo gritara lo que la mente prefería no registrar. Porque con el dolor físico —y con los otros— me pasa lo mismo que con el miedo: al final, no sé qué hacer con ellos.
A veces me pregunto si no será eso la valentía: un umbral de dolor que se estira por haber conocido otros miedos antes. Miedos verdaderos. Balas trazadoras rozando mi cuerpo, un avión quemándose y aterrizando de emergencia, o simplemente ser protagonista involuntario de un choque con espectacularidad cinematográfica en una tranquila mañana de domingo.
Porque, al final, aunque hagamos todo por evitarlo, casi siempre actuamos movidos por el miedo. Solo cambia el empaque.