El inicio del año judicial este 1° de marzo inevitablemente enfrentará a la Corte Suprema a la mayor desnudez institucional y ética de su historia. Su ministra vocera María Soledad Melo declaró a fines de diciembre del año pasado: “Ha sido un año duro, a lo mejor el peor que ha tenido que vivir el Poder Judicial y la Corte Suprema en sus más de 200 años de existencia”.
Pero poco o nada se espera de la cuenta del presidente de la Corte el ministro Ricardo Blanco, no solo por su controversial y opaco desempeño, sino porque la situación es de crisis total.
Con la notoria ruptura del principio de autoridad colegiada de su funcionamiento y la expulsión de ministros, la CS simula una perfecta representación del mito de la Caverna de Platón: Encapsulamiento en la administración de una mega institución de 14 mil funcionarios, 8 mil jueces, 3 millones de causas anuales de las cuales 250 mil son apelaciones, los ministros viven de espaldas a la realidad. Condenados a tomar por ciertas todas y cada una de las sombras que les proyecta como verdad su Corporación Administrativa para manejar tanto lo judicial con distribución y vista de causas, como el funcionamiento económico y orgánico de la institución. Ello los pone en la imposibilidad – que no quieren contradecir – de solo conocer lo propio de cada cual y nada más, lo que abre la puerta a la intromisión de operadores externos, intereses privados y la corrupción judicial, en un sistema que prácticamente carece de todo control interno.
Los desafíos que hoy debe enfrentar un Poder Judicial en una democracia moderna exceden la capacidad del órgano rector criollo. Así, la administración de justicia se ha vuelto un problema de todo el Estado, incluso de carácter constitucional, pues involucra la tutela de derechos civiles y políticos de la sociedad amenazados de omisión.
El tema es cultural y político pues los consensos internos y los propios mecanismos de operación, están obsoletos o definitivamente rotos. Los ejemplos saltan a la vista: el crítico funcionamiento de la Comisión de Ética, la autonomía presupuestaria, los sumarios internos o la gestión de la CAPJ. La indiferencia frente a las orientaciones en materia de seguridad nacional se pone en evidencia en el desalineamiento del PJUD de las normas de ciberseguridad, reincidiendo en su incapacidad de garantizar un adecuado respaldo digital de lo actuado, de manera fiable, continua y no manipulable externamente.
El desalineamiento del PJUD con la Ley de Ciberseguridad.
La ciberseguridad es quizás el aspecto más crítico de la seguridad moderna. Las amenazas que confronta tocan el núcleo vital de la información en los asuntos de Estado, incluidos los financieros y militares. El crimen organizado como uno de sus riesgos es un negocio transnacional que apunta a ese núcleo. Las amenazas territoriales y físicas con aplicación de violencia que llenan el imaginario común de seguridad, antes que amenazas al Estado, son expresión secundaria de ajustes criminales internos, o aspecto operativo del último eslabón de la cadena delictiva. Que lo impactan pero mayormente en su funcionamiento policial y la seguridad ciudadana. El crimen organizado en sus manifestaciones de ciber criminalidad es muchísimo más complejo que eso y apunta a capturar los sistemas decisorios del Estado, no para aniquilarlos sino para controlarlos y transformarlos en células satélites del crimen transnacional.
En Chile, la Ley N° 21.663 de Ciberseguridad entró en plena vigencia el 2025. Según su artículo 1°, es el marco normativo al que deben adaptarse todos los organismos del Estado, a fin de “estructurar, regular y coordinar las acciones de ciberseguridad” (incluidos ciertos ciudadanos u organismos particulares) para establecer los requisitos mínimos de prevención, contención, resolución y respuesta a incidentes de ciberseguridad.
Con ese fin se creó la Agencia Nacional de Ciberseguridad (ANCI) servicio público descentralizado y especializado, relacionado administrativamente con el Ministerio del Interior y Seguridad Pública, para coordinar las acciones ciberseguridad nacional, con facultades normativas, fiscalizadoras y sancionatorias para garantizar el cumplimiento de la ley.
Sin embargo, no todas las instituciones del Estado quedan bajo la acción de la ANCI ni la ley de Ciberseguridad les es obligatoria. Bajo el título de Órganos Autónomos Constitucionales no están sujetos a ella el Senado y la Cámara de Diputados, el Poder Judicial, la Contraloría General de la República, el Banco Central, el Ministerio Público, el Servicio Electoral y el Consejo Nacional de Televisión.
Mientras las instituciones obligadas por la ley, incluidas muchas privadas, deben implementar medidas para prevenir, reportar y resolver incidentes de ciberseguridad, a las anteriormente mencionadas solo se les pide que consideren y/o adopten políticas similares. Así, un operador de importancia vital como el Poder Judicial que queda exento, si así lo desea de implementar “un sistema de gestión de seguridad de la información, la elaboración de planes de continuidad operacional y ciberseguridad, la realización de revisiones y simulacros periódicos, y la designación de un delegado de ciberseguridad”. para “garantizar la resiliencia y seguridad de los servicios esenciales que prestan”.
¿Las razones? Supuestamente principios de autonomía e independencia, para proteger la información sensible y confidencial que maneja, por la seguridad de las pruebas o la eventual intervención de otro poder del Estado. O sea, todas razones por la que sí debería estar bajo control de la ANCI.
La crisis del PJUD gira en torno a nombramientos, filtraciones de causas, arreglo de salas judiciales entre otras que indican que es incomprensible esa excepción de la Ley, más aún si en el ejercicio de su misión deberá resolver las controversias y juicios que su aplicación suscite, lo que convierte a la excepción en un sinsentido de responsabilidad democrática. En su oportunidad, la CS informó al Congreso Naciinal su opinión sobre la ley de ciber seguridad en todas sus versiones sin mayor problema. La moraleja que resulta es que quienes la aprobaron y los que deben juzgar con ella, quedan al margen de cumplirla.
La paradoja de la no fiscalización
Según la CS, el PJUD tendría sus propios mecanismos de ciberseguridad en su funcionamiento digital, a través del Departamento de Informática dependiente de la Corporación Administrativa del Poder Judicial, CAPJ. Por lo tanto, estaría en condiciones de reportar incidentes de ciberseguridad. Pero no está obligado a hacerlo; y si quisiera, no tiene como hacerlo.
El PJUD hoy no tiene registros en aspectos digitales clave como por ejemplo archivo de data de la operación del algoritmo de distribución de causas civiles a los tribunales, la que según el ministro Ricardo Blanco manifestó en la cuenta 2024, suman más de 3 millones al año. Simplemente porque borran sus registros periódicamente. Ello genera un problema grave de transparencia, trazabilidad y seguridad en la información judicial, pues no existen registros de incidentes en el tema (logs), ni de accesos autorizados (son casi secretos). Así quedó en evidencia en diciembre de 2024 con una fallida licitación para “generar una auditoria” al algoritmo de distribución de causas. Luego de la fase de preguntas la licitación fue declarada desierta. Nadie hizo propuesta pues sin registros de incidentes o sin claves, nadie serio puede comprometer una auditoria a procedimientos que son arbitrarios. La CAPJ, con los mismos antecedentes en enero de 2025 realizó un RFI para el algoritmo, lo que implica modelar unas bases de licitación que indican su atraso, a partir de preguntas de posibles proveedores.
El sistema requiere una auditoría externa de su sistema digital completo que ponga un punto cero de arranque y permita al PJUD alinearse con la Ley de Ciberseguridad del Estado de Chile, que para el Poder Judicial debiera ser obligatoria.
Los problemas señalados ponen a toda la Justicia directamente en el camino de designaciones discrecionales y prácticas arbitrarias o corruptas. Un sistema así es más vulnerable a ciberataques, no solo del crimen organizado sino también de potencias extranjeras, o de una simple cadena natural de incidentes digitales.
De todo ello es responsable la CS, de quien depende directamente la CAPJ. Si ha existido un abandono flagrante de sus deberes en esta materia ella es responsable en pleno, y su deber sería rectificar y dotar al PJUD de una infraestructura crítica digital y una administración que evite los fraudes.
Pruebas de que estos existen hay suficientes. Más de una vez como eventual delito informático con una manipulación deliberada del sistema de distribución de causas. lo que es de la mayor gravedad para la seguridad nacional.
Irregularidades graves y plausibilidad de delito informático
Es un albur señalar qué se debería hacer para que la Corte Suprema abandonara la actitud prescindente de sus miembros respecto de la orientación estratégica del PJUD y los niveles de excelencia tecnológica que requiere la justicia como servicio crítico del Estado en el siglo XXI. Porque las irregularidades son tan evidentes, graves y continuas en el tiempo, y las omisiones del máximo tribunal tan persistentes, que ello empuja al pesimismo. Mencionemos algunas.
El Caso Curauma (Rol 13.913-2013) por quiebra de Curauma S.A. cuya vista, según detalla una respuesta explicativa de la CAPJ Oficio 8AJ N° 247 de 23 de mayo de 2022, correspondía al Sexto Juzgado Civil de Santiago usando el algoritmo de distribución vigente. Sin embargo, sin lógica ni fundamento, fue asignada al Segundo Juzgado Civil infringiendo los criterios establecidos. De este tribunal el procedimiento adquirió un irregular curso, lleno de infracciones y omisiones sospechosas de organismos de fe pública como la Superintendencia de Quiebras, hoy de Insolvencias y la Superintendencia de Sociedades actual CMF, y otras.
El Caso Latam (Rol 8553-2020), primer procedimiento ingresado en materia de «Insolvencia Transfronteriza». Teóricamente podía ser recibido por cualquier tribunal civil pero, en aplicación del algoritmo según detalla el Oficio antes citado de la CAPJ, debía haberse asignado al 15° Juzgado Civil de Santiago. No fue así, y por arte de magia terminó también en el Segundo Juzgado Civil desde donde salió muy rápido a USA por Capitulo 11 de la Ley de Quiebras.
Otro caso, ciudad de Iquique (Rol 30.634-2011). En este se reportó que en julio de 2023 se deshabilitaron ciertos tribunales de manera arbitraria, incluyendo el 17° Juzgado Civil de Santiago, bajo el argumento de una supuesta sobrecarga administrativa. Ello generó polémica pues contradijo los criterios del algoritmo. Según cifras oficiales del PJUD el 17° Juzgado Civil de Santiago manejó un promedio mensual de 250 causas en 2023, volumen que no justifica su exclusión de la asignación de nuevas causas.
En 2022, la CAPJ afirmó que el sistema funcionaba correctamente. En 2024, admitió la pérdida de registros clave. Ello sugiere derechamente encubrimiento o destrucción deliberada de evidencia. Para que no se certifique la falta de trazabilidad, la pérdida de códigos fuente (la CAPJ usa Visual Basic que carece de su código original) que imposibilita auditorías técnicas y podría constituir falsificación por omisión; la evidencia de estadística improbable entre causas como indicio de corrupción activa, y las amplias, diversas y documentadas declaraciones contradictorias de la CAPJ sobre un mismo tema al ministerio público que investiga el tema y lo que le informa a la Corte Suprema.
¿Cree usted que Ricardo Blanco puede explicar y/o dar un giro a esta situación en su cuenta pública del 1 de marzo?