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    Aranceles y proteccionismo

    Por Rafael Urriola, economista,  presidente APROB*

    Proteger las industrias locales durante un tiempo para que puedan competir con las externas y, de este modo, colaborar en la creación de empleos con las industrias emergentes fue un anhelo promovido por el llamado “desarrollismo” de la Cepal de los años 60. El mecanismo para lograrlo son los aranceles, es decir, subir los precios de los productos importados para que las empresas locales puedan competir.

    Como consecuencia, suben los precios de esos productos “protegidos” para los consumidores y éstos reducen su capacidad de compra de otros bienes. Como contraparte, se argumenta, puede mantenerse el empleo de las empresas locales que quebrarían en libre competencia. De este modo, los trabajadores de esas empresas podrán demandar bienes que no lo harían de estar cesantes.

    Este debate lleva 70 años. El llamado consenso de Washington de 1989, conocido como la “biblia” del neoliberalismo, fue lapidario contra el proteccionismo y las regulaciones arancelarias. Esto llevó a Chile a firmar 800 acuerdos comerciales con más de 300 países que en lo esencial era eliminar tanto como fuese las “trabas” arancelarias.

    Las decisiones del presidente de USA de usar los aranceles como medidas de presión a los países es una nueva versión en el actuar político internacional. Estas propuestas de variación de los aranceles ya no son exclusivamente económicas, por lo tanto, derriban toda credibilidad en los Tratados de Libre Comercio (por ejemplo, colocar aranceles al cobre chileno de 20%).

    En el caso del cobre, cabe pensar si esta alza arancelaria permitirá recuperar la caída de 10% en 2023 de la producción de las minas de cobre de Arizona, Nuevo México, Utah, Nevada, Montana, Michigan y Missouri.  Estas cupríferas de todos modos no podrán competir con las empresas que operan en Perú o el Congo que están entre los 5 principales exportadores del metal rojo. Es decir, la restricción arancelaria deberá generalizarse a todos los países que exportan a EE. UU. para lograr el efecto buscado.

    También hay un efecto fiscal en la política arancelaria ya que ese “sobre precio” va a las arcas fiscales (el déficit de EE. UU. en 2024 alcanzó a 6,4% del Producto Interno Bruto, cerca 1,8 millones de millones de dólares). Claro está, ese impuesto camuflado lo pagan finalmente los consumidores estadounidenses y, de generalizarse, ciertamente acarreará mayor inflación.  Es decir, tenderá a crear desequilibrios inéditos en la economía local. No se sabe si estos impactos han sido realmente evaluados por las autoridades de EE. UU.   Lo que es público en todo caso es que medios tradicionales como el Wall Street Journal  señala que es la “guerra comercial más tonta de la historia” y que la “autarquía no es el mundo en que vivimos o en el que queremos vivir”.

    No obstante, relacionar los aranceles con conflictos políticos o de seguridad es una modalidad peligrosa que ya ha tenido consecuencias porque Europa ha reaccionado ante la amenaza de que productos europeos sean castigados arancelariamente. La complejidad comercial, en sí misma, ya es un tema crucial, pero si se empieza a aceptar que las regulaciones pueden ser cambiadas por decisiones políticas se está generando un ambiente de máxima incertidumbre en el comercio internacional.

    *Asociación para la Promoción del Bienestar.

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