Por Claudio Roman romanrisk.com
Este es un tema incómodo, más para mí, que he vivido más años como migrante que los que pasé en mi propio país. Pero justamente por eso creo que vale la pena hablar. Porque la crisis migratoria es mucho más de lo que vemos en la televisión, los periódicos y las redes sociales.
Cuando escuchamos ese término, “crisis migratoria”, las imágenes que invaden la mente son casi automáticas: africanos muy negros flotando en precarias embarcaciones rumbo a Europa; niños árabes (terroristas en potencia para muchos con algunas ideas fijas y religiones excluyentes) envueltos en mantas, apenas rescatados del Mediterráneo; y familias enteras atravesando a pie los desiertos de México, cargando droga en sus mochilas, buscando el espejismo del sueño americano.
Pero esas no son las únicas crisis. Hablemos de otra cara de esta historia. Una mucho menos popular y casi escondida, pero igual de devastadora. Ya discutimos cómo plataformas como AirBnB y Uber están transformando nuestras ciudades en parques temáticos para turistas y condenando a las comunidades locales al exilio económico.
Pero ahora toca hablar de otros fenómenos, alimentados por políticas globales que privilegian el capital sobre las comunidades: una invasión de cuello blanco, que no llega con mantas, mochilas y zapatos sucios, sino con tarjetas black y maletas llenas de dinero de dudoso origen; y otra, que también llega con mochilas, mantas y drogas. Madrid y Santiago son hoy escenarios de un mismo proceso de destrucción, aunque con matices distintos.
En Madrid, la llegada de mexicanos y venezolanos, con fortunas de origen más que cuestionable, ha convertido barrios históricos en refugios para especuladores. En Santiago, la migración masiva venezolana ha sobrecargado los barrios populares, alimentando la percepción y la realidad de inseguridad, y profundizando las brechas sociales. La conclusión es clara, aunque incómoda: la crisis migratoria no discrimina entre pobres y ricos. Pero mientras los primeros aparecen en videos y fotos, posiblemente conmovedoras, que inundan las portadas de los medios tradicionales, los segundos, con viajes desde Polanco o Lomas en México hasta Salamanca, Castellana y La Moraleja en Madrid, exhiben su opulencia profusamente documentada en Instagram.
La verdadera invasión en Madrid
Dos ex presidentes mexicanos, empresarios petroleros venezolanos caídos en desgracia y un ejército de profesionales precarios tienen más en común de lo que parece: todos encontraron en Madrid un refugio, aunque por razones muy distintas. Desde la decadencia de los antiguos PRI y PAN, una oleada de políticos mexicanos cruzó el Atlántico huyendo de la “venezolanización” de México. También dejaron atrás investigaciones por corrupción y enriquecimiento ilícito, llevando consigo recursos de origen nebuloso que destinaron a propiedades de alta gama, gracias a las famosas visas gold. Estas herramientas, diseñadas para “estimular la inversión extranjera”, sin controlar la procedencia del dinero.
Junto a ellos llegaron empresarios vinculados a contratos con el Estado mexicano. Aunque sus razones pudieran ser distintas, el resultado fue similar: más propiedades adquiridas por figuras que difícilmente replicarían su éxito fuera del abrigo estatal. En el tercer grupo se encuentran los satélites de esta “élite”: familiares lejanos y profesionales que prosperaron dentro de la red del régimen anterior. Ellos mismos, con notable audacia, se autodenominan ‘aristocracia’. Para los españoles, sin embargo, son simplemente latinos con dinero y sin el capital cultural necesario para pertenecer, que terminan relacionándose entre ellos.
En el caso venezolano, la dinámica se repite con ligeras variaciones. Algunos migrantes fueron refugiados políticos anti-Maduro, paradójicamente amparados por la protección del gobierno socialista español. Otros, empresarios petroleros, trajeron consigo los vestigios de una economía destruida. Y tampoco faltan los “boliburgueses”, que en su momento nadaron en contratos con la dictadura venezolana y ahora buscan un segundo aire, aprovechando las generosas políticas fiscales de la Comunidad de Madrid, diseñadas para atraer capital sin preguntar su procedencia. Exenciones en impuestos de transmisiones patrimoniales y una fiscalidad atractiva para grandes fortunas han permitido que estos grupos acumulen propiedades, contribuyendo al encarecimiento de la vivienda y desplazando a la población local.
Estos grupos representan apenas un 10% de la población latinoamericana en Madrid, que ya supera el millón. Sin embargo, su impacto es desproporcionado. La mayoría no trabaja. Viven del dinero que llevaron consigo, comprando propiedades y generando ingresos a través de rentas, aprovechando generosas políticas locales.
El otro 90% cuenta una historia muy diferente. Está compuesto, en su mayoría, por migrantes pobres que desempeñan trabajos en servicios, desde limpieza hasta cuidado de personas mayores, y que apenas logran sobrevivir en un entorno económico hostil. Entre ellos también se encuentran profesionales precarios que, después de emigrar con la esperanza de mejorar su situación, descubren que en España enfrentan una precariedad aún mayor que en sus países de origen, aunque hay que reconocer que para algunos, como los centroamericanos, esa situación precaria puede significar un avance vital. Mientras los primeros transforman barrios históricos como Salamanca y Castellana en fortalezas para especuladores, estos otros migrantes se ven relegados a la periferia, luchando por acceder a una vivienda digna.
Este fenómeno, combinado con la invasión de grandes fondos de inversión en el mercado inmobiliario, ha convertido a Madrid en el epicentro de la gentrificación. Mientras unos pocos se enriquecen y consolidan sus fortunas, la mayoría de los migrantes —junto con muchos madrileños locales— carga con las consecuencias de una crisis de vivienda cada vez más aguda. Una verdadera crisis migratoria.
Santiago: Microcosmos de Desigualdad y Desplazamiento
Si Madrid es el club exclusivo de las fortunas dudosas que buscan un segundo aire, Santiago es el patio trasero donde se libra la lucha más cruda de la crisis migratoria. Aquí, la llegada masiva de venezolanos no solo sobrecarga los servicios básicos, sino que ha importado nuevas dinámicas de delincuencia organizada que han transformado el paisaje urbano.
¿Quiénes son los nuevos protagonistas? Junto con algunas familias y los trabajadores que buscan un futuro mejor, llegó otro contingente numeroso: las mafias. El Tren de Aragua, una de las organizaciones criminales más violentas de Venezuela, encontró en Santiago el escenario perfecto para extender su red de tráfico de drogas, extorsión y trata de personas.
Barrios como Quilicura, Lo Espejo y La Pintana, ya desgastados por décadas de ineficacia estatal, se convirtieron en territorios disputados por estas redes. ¿Secuestros, ajustes de cuentas, ejecuciones sumarias? Lo que antes eran titulares de Caracas ahora forma parte del día a día de un otrora tranquilo ambiente santiaguino. Y mientras tanto, los mismos barrios populares que absorben el impacto de esta migración ven cómo los hospitales colapsan, los empleos formales e informales se convierten en un campo de batalla y el transporte público alcanza niveles de saturación casi épicos.
En Santiago, las tensiones políticas también han evolucionado al ritmo de la crisis migratoria. La ultraderecha, antes ferozmente contraria a la llegada de inmigrantes, guarda ahora un silencio estratégico sobre lo que en Chile llaman ‘venefachos‘: inmigrantes venezolanos que, abiertamente anti-Maduro, comparten su narrativa política. A pesar de que el gobierno chileno actual es de izquierdas y califica a Venezuela como una dictadura, estos migrantes —»que siempre esperan todo gratis y buscan vivir de subsidios del Estado«—, tras cinco años de residencia que les permiten votar, suelen inclinarse por opciones de ultraderecha, reconfigurando el tablero político. Y aquí comienza el dilema: la izquierda, que antes defendía la migración como un derecho casi sagrado, ahora observa con incomodidad cómo sus nuevos vecinos desafían sus intereses electorales. No es solo la inseguridad ni la sobrecarga de servicios lo que les inquieta, sino que este flujo de votos podría terminar dándole la victoria a sus adversarios.
¿Y qué pasa en las zonas acomodadas de la ciudad? En barrios como Vitacura o Las Condes, los migrantes venezolanos son parte del mobiliario urbano: meseros en restaurantes de lujo, empleados de servicios domésticos y alguna que otra figura anónima en los jardines perfectamente cuidados. Para muchos, la crisis migratoria es apenas un tema de conversación en cenas elegantes. Pero incluso allí, las noticias de robos violentos comienzan a romper la burbuja de seguridad.
El impacto económico tampoco se queda atrás. La llegada masiva de migrantes ha disparado los costos de los arriendos en las periferias, obligando a muchas familias chilenas a buscar refugio en condiciones aún más precarias. ¿El resultado? La proliferación de guetos, controlados por mafias, donde la vida diaria se define por el miedo, las balas y la inseguridad.
Santiago se ha convertido en un ícono del microcosmos de la desigualdad global, pero con un matiz mucho más oscuro: la torpeza estatal convive con el surgimiento de un nuevo orden criminal, importado directamente desde Venezuela. El sueño de unos pocos de escapar de una dictadura termina convertido en una pesadilla donde las reglas del juego las dicta una mayoritaria delincuencia organizada.
El Eje Madrid-Santiago: Una Red de Exclusión Globalizada
¿Qué tienen en común las fortunas mexicanas escondidas en áticos de Salamanca y los barrios populares de Santiago asfixiados por mafias venezolanas? Más de lo que parece. Ambos son síntomas de un sistema global que, bajo el disfraz de la movilidad, exporta desigualdades, destruye comunidades locales y perpetúa la exclusión.
Pero hay una diferencia crucial con respecto a las olas migratorias de décadas pasadas: en aquel entonces, los migrantes llegaban para trabajar, generar riqueza, crear empleo y enriquecer culturalmente a las comunidades que los acogían, elevando incluso el nivel cultural de los países donde se establecían. Hoy, la historia es distinta. Ahora, los migrantes “trabajan” en la especulación inmobiliaria, escondiendo fortunas de dudoso origen, o en redes delictuales que extienden su control sobre las ciudades receptoras.
En Madrid, las visas gold han convertido a la ciudad en un paraíso para el dinero sin preguntas. En Santiago, la migración masiva ha creado un escenario donde las tensiones sociales y el crimen organizado prosperan. Pero detrás de estas dinámicas aparentemente opuestas se esconde una realidad común: ambos fenómenos son efectos secundarios de un sistema que prioriza el capital sobre las personas.
¿Quién gana? Los grandes fondos de inversión, los especuladores inmobiliarios y las mafias que se alimentan de la fragilidad institucional. ¿Quién pierde? Las comunidades locales, que ven cómo sus barrios se transforman en escenarios de gentrificación, exclusión y violencia. Madrid y Santiago, aunque separados por un océano, comparten la misma lógica: una política pública incapaz de proteger a sus ciudadanos de los efectos del mercado global.
Mientras las fortunas latinoamericanas de dudoso origen inflan los precios en Salamanca, transformando sus calles en escaparates de lujo, en barrios como Vallecas, la presión sobre los alquileres expulsa a los vecinos de siempre, replicando el desplazamiento que las mafias venezolanas imponen en La Pintana.
La crisis de vivienda en ambas ciudades no es un accidente. Es el resultado de decisiones calculadas: en Madrid, incentivar la llegada de fortunas extranjeras sin importar su origen; en Santiago, dejar que los barrios populares absorban el impacto de la migración sin fortalecer los servicios básicos ni combatir el crimen organizado.
El Eje Madrid-Santiago no es solo una coincidencia geográfica. Es una red de exclusión globalizada que conecta a las élites que esconden sus fortunas con las mafias que las multiplican, mientras las comunidades locales pagan el precio. ¿Cómo se resuelve este dilema? No se resuelve mientras las ciudades sigan siendo vistas como mercancías y no como comunidades locales.