El golpe del 21 de septiembre

Por Jorge Andaur

 

Temprano comenzaba la jornada, eran las 7:15 de la mañana y partía rumbo a la escuela el viernes 21 de septiembre de 1973. Me alistaba a caminar los 3 kilómetros que separaban mi casa de la escuela N° 68 de la isla Robinson Crusoe en el archipiélago Juan Fernández.

Con mis 7 años a cuesta y cursando 2° básico comencé mi habitual periplo. A poco andar vi un buque de la armada fondeado en la mitad de la bahía Cumberland, y cómo niño me alegré, pues sabía que cada vez que venía un barco eran buenas noticias, llegaban, diarios, revistas, cartas y regalos de mis familiares del continente. Mampato, Barrabases, revista Estadio alentaban mi interés por leer, y esta última, enseñaba a jugar tenis, cuyos movimientos y golpes con la raqueta practicaba de manual, con el que aprendí ese deporte. También venían los víveres que abastecían nuestra apartada y casi olvidada isla del Pacífico sur. Retrocedí a casa unos minutos para avisarle a mi padre del arribo del buque, pero esta vez su cara fue distinta.

El camino bordeaba el mar y comencé el trayecto pensando en lo que me habrían mandado mis hermanos que estudiaban en Valparaíso. Pasé frente a casa de Luis Petersen, encargado de la ECA, pero apenas me miró. Noté en su rostro una mirada distinta; su esposa, la señora María siempre que yo pasaba me saludaba y me daba un beso para desearme un buen día, era su vecino regalón, pero esta vez no se asomó.

Seguí mi camino, más allá la señora Dora me gritó “que le vaya bien mijito, cuando venga de vuelta pase a buscar frutas”, pues era al único que dejaba trepar a sus árboles a sacar las frutas generosas de Juan Fernández.

En la isla vivían a duras penas cerca de 500 personas, en su mayoría pescadores de la langosta y algunos funcionarios de Conaf, carabineros y personal de la armada, quienes dependían de la visita periódica de barcos con abastecimiento, pero esto no sucedía muy habitualmente.

En mi curso éramos 6 alumnos y no más de 35 en toda la escuela, que funcionaba en un frigorífico abandonado por una empresa pesquera. Lo importante es que era el lugar donde me juntaba con mis amigos y podíamos jugar a la pelota, donde yo hacía de Pirulete, el goleador del Barrabases de Míster Pipa. Pero también era el lugar donde aprendíamos, pues contábamos con los profesores más preocupados y esforzados a los cuales recuerdo, mención especial a mi profesor Victorio Bertullo Mancilla, quien echó raíces en ese pequeño pedazo de tierra.

Ese día, el comienzo de la primavera, el mar estaba en calma así que podía ir tranquilo a clases sin tener que subir el cerro, cuando las olas cortaban la ruta costera. Ya había pasado la casa de Ilka Paulentz, de repente detrás de un matorral de moras apareció un marino con un fusil Mauser, me apuntó y me ordenó volver a mi casa. Le pregunté con total asombro, inocente, por qué si iba rumbo al colegio. Su réplica vulgar la acompañó de una amenaza: «ándate pa tu casa si no querís que te pegue un balazo, ahora mando yo”.

Me di media vuelta y salí corriendo, asustado; la señora Dora ya no estaba en la puerta, don Luis y doña María, tampoco. Llegué a casa agitado, encontré a mi papá que escuchó mi relato, pero él ya sabía lo que venía. No pasaron 10 minutos hasta que una patrulla con 5 marinos golpeó en nuestra casa. Entre ellos estaba un marino papá de un compañero de escuela. Saludaron a mi padre por su nombre y le preguntaron quiénes eran los comunistas en la isla. Su respuesta fue directo a los ojos: “en esta isla no hay comunistas, sólo hay isleños”.

Conversaron solo un par de minutos y cuando se iban mi padre le dijo al jefe de la patrulla que no volvieran a amenazar a niños con armas, como lo habían hecho conmigo. El marino lo miró con ceño fruncido y le respondió: “trataremos que no se repita, pero las cosas han cambiado, buenos días”.

Para nosotros, fue un pequeño gran Golpe. A partir de ese momento, para mí había comenzado la dictadura.