Cincuenta años después de ocurrido los hechos y 33 de recuperada la democracia, con cinco gobiernos de centro izquierda y dos de la derecha requiere, además de juzgar el papel individual de los actores del drama, poner el foco en la responsabilidad del Estado de Chile y sus gobiernos, por ser incapaces de encauzar una solución estable y de paz hacia el futuro.
En tal período de tiempo solo la profundidad de las heridas y un ambiente de extrema sensibilidad emocional y daño moral en la sociedad explican su persistencia. Así, una cosa lleva a la otra y pueden identificarse causas y responsables mayores y menores. Pero ya no es la hora de los individuos como tales sino de las instituciones y el Estado. Hace rato que la biología empezó a signar el destino natural de los procesos históricos: la desaparición por muerte de los actores principales del reparto.
Entonces ¿hasta cuándo? Se dice que la conciencia moral es la voz interior que obliga a actuar de forma responsable y con principios, y que nos indica si nuestras acciones son buenas o malas para nosotros y para los demás. Ella sería un indicador de coherencia y responsabilidad por lo actuado, presente y futuro. Lo que pone el foco en el Estado, que como persona moral y política nos representa a todos. Él tiene su impulso en las instituciones y la memoria pública que proviene de las acciones de los gobernantes. Y si estas son reguleques el resultado es menos que satisfactorio.
Ello es válido ante el recordatorio nacional del 11 de septiembre de 1973 lleno de eventos y un enorme vacío de futuro. Los que vivieron la tragedia tienen sus convicciones hechas y no las van a cambiar. El problema es si entendieron los hechos, desde su origen hasta que se recuperó la democracia, dieron una forma nueva de instituciones de gobierno que estaban llamadas a encauzar la paz, una vez que empezaran a remodelar la democracia recuperada. Y, como decía Cantinflas, ahí está el detalle. Porque todos saben, las causas y consecuencias de trazos largos se quedaron en el debate doctrinario. Con críticas y autocríticas hechas de manera cruzada entre actores políticos individuales, sin preocupación por modelar los principios y contenidos de las nuevas instituciones y las conductas colectivas, sin una idea de país en el que quepan todos.
El Estado de Chile, república independiente y soberana desde la insurrección militar independentista frente a la monarquía española, fue organizada como una democracia formalizada en instituciones. Y es el Estado el que está al debe en sus obligaciones primarias de seguridad, respeto e integridad de los derechos civiles y políticos de su comunidad ciudadana y de sus pueblos. Desde siempre. Porque el modo permanente de su historia ante hechos graves de convivencia nacional, ha sido actuar de manera violenta y sigilosa, por la razón o la fuerza como dice su escudo nacional. Pero existe una diferencia enorme entre la o y la eventual i que podría tener el lema del escudo, porque la fuerza acompaña a la razón legal y legítima, y no es solo un elemento alternativo de la primacía del poder de turno.
Al recuperarse la democracia luego del golpe de 1973 – quizás el más gravitante en el carácter político moderno de nuestra nación- las elites políticas y corporativas del poder nacional, ante un empate entre legalidad y legitimidad democráticas y prolongación de los enclaves autoritarios, tomaron el camino negociado de gobernabilidad transicional. Que excluyó la responsabilidad tanto del Estado como de las elites, continuidad a la administración y, salvo casos excepcionales, impidió incluso la satisfacción simbólica y moral frente a la tiranía. En ese momento se empezó a diluir la coherencia entre democracia y el principio de nunca más, como responsabilidad pública por lo vivido en los 17 años que duró la dictadura.
La sociedad vio como al mando del Ejército continuó por 8 años más Augusto Pinochet, responsable directo de las graves violaciones de derechos humanos ocurridas en el país. Y que, con la aceptación de las altas esferas políticas del Estado, entre ellas Andrés Zaldívar presidente del Senado, asumiera como senador vitalicio por ser ex presidente de la República título auto conferido dictatorialmente, según la Constitución de 1980. Con el grotesco agregado inducido por Zaldívar quien luego del juramento y en plena sesión de sala, lo invitó a sentarse en la testera del Senado.
Retirado de sus funciones de parlamentario y retenido por delitos de lesa humanidad por un juez español ante los tribunales ingleses, se vio al gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle y a su canciller socialista José Miguel Insulza hacer ingentes esfuerzos para traerlo de vuelta a Chile, tanto por razones humanitarias como bajo el argumento de que era posible juzgarlo en el país. Cuando llegó, todos le vieron caminar y luego, con una pretendida debilidad mental, esquivar todos los juicios, principalmente los de peculado y apropiación indebida de fondos públicos. Ya no intimidaba, pero se burló del país con apoyo de sus adherentes y tolerancia del Estado hasta el día de su muerte.
El poder intimidatorio de Pinochet, ejercido con presiones ilegales durante 8 años como comandante en jefe del Ejército, y la falta de voluntad republicana del poder civil en 30 años de democracia, ha permitido que se pase por alto la responsabilidad directa del mando superior de las FFAA en los delitos de lesa humanidad de la dictadura. Ello ha puesto en tela de juicio tanto a esas instituciones como a los gobiernos democráticos. A estos por débiles y usar el ministerio de Defensa como una ficha de ajuste político que no molestara a los militares – hasta ahora- y a aquellas por no limpiar su honor por los injustificables horrores cometidos.
En 33 años de democracia, lo menos que pudiera haberse esperado es que el alto mando de la época del golpe y de las graves violaciones de DDHH, hubiera sido rebajados en sus grados y reconocimientos militares por haber impulsado o tolerado que los delitos ocurrieran. Ello, bajo la doctrina de la “obediencia forzada”, permitiría reconocer que numerosos militares de rangos inferiores fueron coaccionados con amenazas por su mando a cometer crímenes que hoy pagan con cárcel. La responsabilidad del mando no se delega, y si el acuerdo de inicios de la transición permitió estas injusticias, es una ofensa grave de parte del Estado y un agravio a la profesión militar. Esa es la doctrina republicana.
El país no necesita más eventos presidenciales ni actos recordatorios. Menos aún promesas falsas. Se requiere memoria pública lo que implica apoyo a los memoriales y museos existentes. Pero también más verdad y equidad, que solo en Estado puede impulsar. Y una reparación simbólica significativa de una República como sería perseguir la responsabilidad del mando institucional del golpe. En las tres ramas de las FF.AA incluso de aquellos que están muertos.