El desenfado político con el cual el Gobierno, la Corte Suprema y el Senado han tomado el desastre del doblemente fallido nombramiento de Fiscal Nacional, resulta casi sospechoso. El costo que ello tiene para el país y las oportunidades de operar en impunidad que brinda a la corrupción y el crimen organizado son incalculables. Debilitada la sincronía institucional sobre la política criminal del país, nadie parece darse cuenta que vamos en caída libre, con los tres poderes del Estado dentro del carro. Ninguno cuida la institucionalidad, ni toma una decisión políticamente viable, y como en las cadenas humanas del Marqués de Sade, el de atrás empuja al de adelante y se echan la culpa unos a otros.
El resultado de los desacuerdos en la primera elección fue producto de los ajustes de poder del oficialismo, dentro del cual 6 senadores, cuatro socialistas y dos del Frente Regionalista Verde Social le negaron los votos al candidato del Gobierno. El que tuvo un apoyo transversal que lo dejó a dos votos del exigente quorum de dos tercios. Seguramente el oficialismo no se siente culpable, aunque ahí ya estuvo incubado el huevo de la serpiente. Un trabajo bastante oscuro de la Corte Suprema, una desganada gestión del equipo político del gobierno, con vastas señales que no le gustaba mucho el candidato elegido, especialmente de Ana Lya Uriarte que fue intermediadora hace siete años en la designación de Jorge Abbott; y la sin razón de los parlamentarios, especialmente los socialistas, que dejaron caer en un tema de Estado al gobierno que controlan.
¿A quién beneficia, directa o indirectamente, que la elite política chilena esté confundida en materia de seguridad o de política criminal, y no exista un Fiscal Nacional fuerte y empoderado? En todo caso, no se lo pregunte a la ANI.
Pareciera que todo el mundo buscara un Fiscal Nacional de paja o, al menos, instalar un proceso tan golpeado que será imposible aplicar con legitimidad políticas correctivas. Por lo tanto, lo que el país puede tener al frente es que el neo corporativismo que domina la institucionalidad del Estado, termine también por dominar definitivamente el Ministerio Público. Casi una garantía de que no habrá ni investigación penal o sanciones que pongan atajo a la amenaza de seguridad que tiene el país, ya sea porque se manipule el sorteo judicial de causas, no se controle las fronteras o pasen inadvertidas las licitaciones públicas fraudulentas.
En estas circunstancias de feble control administrativo, (la Auditoria Interna General de Gobierno no funciona) existe el riesgo de que se haga una verdadera piñata en el sector minero del litio, por ejemplo, dado que el recurso está a medio camino de una judicialización belicosa entre intereses corporativos privados y empresas del Estado, con fuerte participación de autoridades de gobierno, entre ellos el Subsecretario de Minería Willy Kracht. El tema, de especial relevancia para el desarrollo del país, es un campo fértil para acuerdos público privados positivos, pero también para prácticas corruptivas, al tratarse de una actividad de miles de millones de dólares en los próximos veinte o treinta años, y con pocos, muy pocos, competidores.
Al no existir un Ministerio Público sólido y de amplio respaldo político y gubernamental, son pocas las posibilidades de contener si algo así ocurriera, luego de la mala lección aprendida que dejó el financiamiento ilegal de la política. A lo que ahora habría que agregar lo que ocurre con el nombramiento del Fiscal Nacional.
Pero son múltiples las aristas que podrían caer en la burbuja de la impunidad e ineficacia de seguridad en que el país está envuelto, y la incompetencia de quienes deben concertar y adoptar decisiones de política. Desde el control de la probidad pública hasta los delitos de calle o de microtráfico.
Lo que más convoca a poner una alerta roja en materia de seguridad es que son innumerables los hechos delictuales que no podrían ocurrir, si los automáticos de control funcionaran adecuadamente. Alguien puede vender licencias médicas, pero nadie puede vender 16 mil en un año. Eso es crimen organizado. Como lo es el robo de madera, que implica un alto volumen de transporte, chipeo y venta de la madera robada, que requiere fabricar facturas y tener lugares de almacenaje. O apropiarse de los fondos de la institución como lo hizo Carabineros en el Pacogate
Los delitos grandes y pequeños se encadenan. Pero no son lo mismo. La noción de crimen organizado que manejan las policías y la prensa en general, está asociada al narcotráfico y a bandas criminales de una manera muy elemental. Por cierto, a determinado nivel, son crimen organizado, aunque sean redes elementales.
Pero el crimen organizado que amenaza a Chile es también más complejo y en su volumen requiere de controles territoriales, amparo policial y abogados que atiendan el día a día de las organizaciones que lo intentan. Implican bancos y agencias de inversión para lavar sus activos; trafica armas o personas internacionalmente a gran escala para lo que requiere logísticas complejas; se apodera de actividades públicas de alta renta como el control de puertos, las aduanas, y teje redes hacia el poder judicial, la administración de cárceles y todo el sistema penal y de seguridad. Y ante todo, es un gran negocio que se beneficia del caos institucional para controlar institucionalmente al Estado.
Entonces, ¿a quién beneficia, directa o indirectamente, que la elite política chilena esté confundida en materia de seguridad o de política criminal, y no exista un Fiscal Nacional fuerte y empoderado? En todo caso, no se lo pregunte a la ANI.