Durante años, la derecha chilena ha intentado mostrarse como una fuerza moderna, eficiente, amante del orden y de la libertad. Se presenta con rostro democrático, vestida de institucionalidad. Pero cuando uno raspa un poco esa superficie brillante, aparece una pregunta que no deja de incomodar: ¿realmente cambió la derecha chilena o sigue siendo, en el fondo, la misma que alguna vez aplaudió a Pinochet?
Porque hay algo que cuesta reconocer, pero que está ahí.
Cuando Pinochet entregó el poder en 1990, lo hizo en sus propios términos. No fue una rendición, fue una jugada maestra. Dejó un modelo económico amarrado, una Constitución hecha a su medida y un grupo político-empresarial que aprendió rápido a hablar el nuevo idioma de la democracia.
Así, los mismos que habían defendido la dictadura se reinventaron como defensores del “progreso”. Y muchos compraron esa historia.
El problema es que nunca hubo una verdadera autocrítica. Nadie pidió perdón. Nadie se detuvo a mirar el dolor de las víctimas, los años de miedo, las familias quebradas.
En su lugar, llegaron los matices: “fue necesario”, “hubo excesos”, “eran otros tiempos”. Frases que buscan justificar lo injustificable.
Y es que el pinochetismo, más que un régimen, fue una manera de mirar Chile: una desconfianza profunda hacia la diversidad, el temor a perder el control, la idea de que el orden vale más que la justicia.
Treinta años después, ese espejo sigue ahí. Y de pronto, parece que volvemos a mirarnos en él.
El ascenso de José Antonio Kast y del Partido Republicano ha empujado a buena parte de la derecha hacia una zona más oscura, más rígida, más nostálgica. Se habla otra vez del “enemigo interno”, se justifica la violencia del Estado, se minimizan las violaciones a los derechos humanos. Como si el pasado no hubiese pasado del todo.
Pero lo más inquietante no es solo esa derecha que lo dice en voz alta, sino la otra, la que calla, la que prefiere no incomodar, la que sonríe en público, pero en privado sigue defendiendo “la obra económica” del régimen. Porque, seamos honestos, el silencio también es una forma de complicidad.
Una derecha verdaderamente democrática habría tomado distancia hace tiempo. Habría dicho: “Sí, nos equivocamos”, pero no lo hizo. Tal vez porque sabe —aunque no lo diga— que gran parte de su poder, de su influencia, de su modelo, viene precisamente de esa herencia.
Chile necesita una derecha moderna, sin duda. Pero también una derecha que crea, de verdad, en la democracia. Que entienda que el respeto a los derechos humanos no es una bandera de la izquierda, sino una base ética común. Y que no le tema a mirar su propio espejo, aunque lo que devuelva no sea cómodo.
Porque mientras ese reflejo siga mostrando la sombra de Pinochet, seguiremos atrapados entre lo que fuimos y lo que aún no nos atrevemos a ser.


