Más
    InicioCulturaHistorias de Registro

    Historias de Registro

    Ella es la vaca…

    Una de ellas fue la oportunidad en que comparecía para casarse un vecino de Camarico quien, ante la pregunta que exigía la respuesta clara de los contrayentes, “¿Queréis por vuestra mujer a fulana de tal aquí presente?… el contrayente solo puede decir: “sí, quiero”.
    Sin embargo, ante la solicitud de las dos palabritas, el hombre respondió: “La quiero y la adoro. Ella es la vaca y yo soy el toro”. Lo peor es que de acuerdo a las disposiciones legales, si la respuesta fuera diferente al “sí, quiero”, el matrimonio no podría efectuarse.
    Mi padre insistió pensando que se trataba de una broma y realizó nuevamente la pregunto y la respuesta, una vez más, fue la de la vaca y el toro, hasta que luego de algunos minutos respondió como lo exige la Ley, sellando un pacto de amor que perduraría, en ese caso, hasta la muerte. Historias de chacolí dirían algunos.

    Don Juan Peñaloza

    Había, entre tanto, un testigo “obligado” en cualquier trámite que debía realizarse en las oficinas del Registro Civil. Juan Capistrano Peñaloza, vecino que vivía frente a la oficina a quien mi padre ya no le pedía siquiera du cédula de identidad. Eran, naturalmente, tiempos en que la palabra tenía más valor que cualquier documento escrito y jamás, a doñihuano alguno se le habría ocurrido pedirle su firma en beneficio propio.
    Obviamente que después del testimonio los restaurantes del Cachito o donde la señora Chepita eran los lugares preferidos para festejar, aunque el motivo fuera un simple registro de nacimiento. Qué decir entonces de un matrimonio o quitar penas luego de la inscripción de un fallecimiento.
    Otra historia de chacolí dirían otros

    Casamiento nocturno

    Le decían “el Gato Negro” (pocos conocían su nombre real) quizás por el nombre de su negocio donde, entre otros productos, el vino, la chicha y el chacolí tenían un espacio privilegiado a la hora de vender a su clientela que, si volvía a la Rinconada, Chuchunco o California no podía olvidar aperarse del vital elemento pues además era el último restaurant antes de internarse por los caminos de tierra hacia sus hogares.
    Quiso sin embargo casarse. Vivir en régimen de concubinato no era bien visto por la pulcra sociedad doñihuana de aquellos años y decidió hacerlo cerca de las 12 de la noche… porque simplemente le tincó hacerlo así, repentinamente.
    Ojos aún no totalmente abiertos por el sueño, mi padre buscó y llevó hasta la cama (si, la cama) el libro de inscripción de matrimonios. Venía don Gato Negro con su futura esposa, el invariable vecino Juan Peñaloza y ante la falta del segundo testigo, mi madre. También al único fotógrafo del pueblo por aquellos años, Jaime Rojas, quien inmortalizaría el evento con fotos de la ceremonia.
    Realizado este (el matrimonio), a entera satisfacción de los contrayentes, mi madre tuvo que levantarse para preparar algo para celebrar tan significativo momento, cosa que se hizo para agrado del reciente matrimonio, los testigos y nosotros, los chicos, que observábamos incrédulos lo que estaba ocurriendo en el dormitorio de nuestros padres.
    Una semana después, junto a un regalo consistente en una pequeña damajuana de chicha “de la casa”, la foto en blanco y negro de la ceremonia. Todos felices, claro. Pero el detalle que nunca olvidamos fue la bacinica debajo de la cama de mis padres, mudo testigo de un momento que marcaría la vida de “Don Gato Negro” y su esposa.

    Debes leer

    spot_img