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    EDITORIAL: La degradación de la política y la traición de las elites

    No es un buen momento para la democracia en Sudamérica. Posiblemente tampoco lo sea en casi ninguna parte del mundo. En nuestra región, con las dificultosas excepciones de Brasil, Uruguay y Chile, países en los cuales aún subsisten vestigios de institucionalidad suficiente para mantener un desarrollo democrático estable, el resto de las sociedades del subcontinente enfrentan horas difíciles.

    Los gobiernos se suceden inestables. Las instituciones se fragmentan y la situación económica empeora para la mayoría de la población. En una época de cambios paradigmáticos en todo orden de cosas, por la aceleración digital de la sociedad y por el cambio en los factores del conocimiento, las elites se han decidido por la espontaneidad salvaje antes que por la racionalidad en materia de desarrollo. Esa carrera excluye acuerdos y consensos y valida competencia y éxito individual. La patria con minúscula se disuelve, solo existen seguidores y enemigos. De paz mejor no hablar.

    El bienestar prometido por la política: salud, vivienda, educación y trabajo decente, con libertad de opinión, seguridad e igualdad ante la ley está muy lejos de la realidad. Al revés, en la espontaneidad salvaje y excluyente de la gobernanza que ofrecen las elites políticas, tanto la educación como el empleo no cumplen lo que prometían antaño. Y poco a poco, nuestras urbes se han ido transformando en un universo de ciudades miseria, informales, inseguras, y donde la agresión verbal es la regla elemental de sociabilidad.

    El rol básico de degradación lo ha jugado la política. En toda la región. Los principales actores y responsables, son sus dirigentes y candidatos, que han creado las condiciones para que el narcotráfico, el crimen organizado y la corrupción, formateen la sociabilidad ciudadana con un lenguaje soez, con símbolos chulos y delincuenciales de éxito, y con la precariedad cotidiana de las relaciones sociales que sus poblaciones viven día a día como cultura.

    En la elección que enfrenta actualmente Chile, pese a ser uno de los tres países que exhibe un mínimo horizonte de estabilidad, avergüenza -tal vez indigna- escuchar a candidatos a la presidencia con propuestas tan elementales y fuera de las reglas democráticas que les permiten competir. Y que les pagarán por los votos que obtengan de esa competición mayormente engañosa. Las referencias mutuas que se hacen, no entre adversarios sino entre aliados, resultan hasta ruines. Pero a ellos, por obediencia cívica los ciudadanos deben rendir pleitesía concurriendo a un voto obligatorio.

    En el contexto actual nadie se salva porque nadie habla la firme de manera transparente. Desde ya el gobierno y el sesgo electoral anticipatorio de sí mismo de Gabriel Boric, con Papa incluido, no es un acto de transparencia. Menos aún los esfuerzos de los candidatos por diferenciarse.  Todos ellos hablan contra los inmigrantes más o menos fuerte. Pero, por favor, identifique estos apellidos: Kast, Matthei, Kaiser, Parisi, Mayne-Nichols, Enríquez-Ominami, Artes. ¿Le parecen de origen español, catalán o chileno, ya que mapuches no son? Tal vez Artés y seguro Jara, con alguna incidencia árabe esta última.

    ¿Quiénes somos los chilenos y cual es nuestro concepto de patria y de decencia? Valdría la pena preguntárselo a más de un candidato presidencial. O,  a lo mejor, a todos los dirigentes políticos. Urge tenerlo claro desde un punto de vista cívico y civilizatorio.

     

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