El Peso de Ser Uno Mismo: Trauma, Apego y la Búsqueda de la Alteridad como Redención
La soledad existencial, ese «peso del yo» del que habla Byung-Chul Han, no es solo una condición filosófica, sino la consecuencia psíquica de una herida primordial: el trauma temprano. Desde la concepción, la necesidad absoluta de ser deseado, amado y protegido choca, a menudo, con la realidad de figuras de apego traumatizadas, incapaces de proporcionar la seguridad esencial. Esta «tríada fatal» fractura la psique, generando un yo narcisista y ensimismado, henchido de sí mismo pero vacío, lo que Han identifica como la raíz de la depresión. La redención de este infierno de lo igual no llega desde dentro, sino desde el «acontecimiento» de lo Otro, encarnado en el Eros. Sanar, desde la perspectiva del psicotrauma (Ruppert, van der Kolk) y del apego, implica desactivar las estrategias de supervivencia que nos aíslan y permitirnos la vulnerabilidad de un vínculo seguro, reconectando con la parte sana y traumatizada. Así, el amor deja de ser una espera pasiva para convertirse, como apuntaba Lacan, en un acto de «salir al encuentro», la única fuerza capaz de descentrarnos y redimirnos del peso de nuestra propia existencia.
La Soledad como Síntoma del Trauma Temprano
Byung-Chul Han describe la soledad como la condición primaria de la existencia, un «ser sí mismo» que se convierte en un peso insoportable. Este «sobrepeso del yo» del que no podemos librarnos es una descripción precisa de la psique traumatizada. Según Franz Ruppert y Bessel van der Kolk, el trauma no es el evento catastrófico en sí, sino la herida psíquica resultante. La herida más fundamental es la «tríada fatal» en la primera infancia: no ser deseado, no ser amado y no ser protegido por las figuras de apego.
Un bebé llega al mundo como pura necesidad de conexión. Su supervivencia psicológica y física depende del reflejo amoroso y regulador de su madre o cuidador principal. Cuando esta sintonía falla consistentemente—cuando el llanto es ignorado, las necesidades emocionales son negadas o el ambiente es inseguro—el sistema nervioso infantil se inunda de cortisol y adrenalina. La experiencia es tan insoportable que la psique, para sobrevivir, se fragmenta. Surgen así tres partes: una parte sana (el núcleo resiliente capaz de conectar con la realidad), una parte traumatizada (donde se congela el dolor, el miedo y la rabia originales) y unas estrategias de supervivencia (mecanismos como la disociación, la negación o el ensimismamiento narcisista para evadir el dolor).
Es esta última parte, las estrategias de supervivencia, la que construye la «mente egoica» de la que se habla en las teorías del apego: una estructura defensiva diseñada para evitar el dolor de la vulnerabilidad. Es la coraza que nos «saca de nuestra cabeza» por miedo, como canta Sinéad O’Connor. Esta coraza es el «yo» del que habla Han, un yo que, al haberse inundado de sí mismo por ausencia de alteridad, se convierte en una carga narcisista. La depresión, entonces, no es solo una «falta de resonancia con el otro», sino la manifestación de un sistema psíquico atrapado en un bucle de supervivencia, desconectado de su cuerpo y de los demás.
El Infierno de lo Igual: Narcisismo como Estrategia de Supervivencia
Vivir desde las estrategias de supervivencia significa habitar en lo que Han llama el «infierno de lo igual». La psique, para protegerse, se encierra en patrones repetitivos: reactividad, adicciones, búsqueda de poder o control, hiperracionalidad. Es un mundo ilusorio donde la alteridad auténtica—lo Otro real, con sus demandas y su diferencia—es una amenaza. El «sujeto narcisista» no es un ser vanidoso, sino un ser herido que solo puede tenerse a sí mismo porque el vínculo primario falló. Su culto al yo es la última trinchera contra el dolor del abandono.
Esta dinámica no es solo individual; es sistémica. Como señala el Dr. Gabor Maté, una sociedad que medicaliza el parto, ignora el llanto de los bebés y obliga a la separación temprana madre-hijo, es una «cultura antinatural» que genera traumatización masiva. El vacío existencial resultante es el combustible perfecto para un capitalismo depredador que nos vende la ilusión de que llenaremos ese vacío con posesiones o logros, explotando así la herida que él mismo ayuda a crear.
Eros como Acontecimiento Terapéutico: La Alteridad que Redime
Frente a este panorama, la propuesta de Han es radical: la redención solo puede llegar desde fuera. Eros, entendido como la irrupción de lo totalmente Otro, es un «desastre» que descentra al yo de su ensimismamiento. Es la experiencia que, como un evento traumático en positivo, «mata» al yo narcisista y le permite «comprender el mundo desde la perspectiva del otro».
Desde la psicotraumatología, esta idea encuentra un eco profundo. La sanación del trauma no consiste en fortalecer las estrategias de supervivencia, sino en desactivarlas lo suficiente para que la parte sana pueda contactar e integrar la parte traumatizada. Este proceso requiere, fundamentalmente, seguridad relacional. La terapia, en enfoques como la Terapia de Psicotrauma Orientada a la Identidad de Franz Ruppert o los trabajos de Bessel van der Kolk, no es un ejercicio de introspección solitaria. Es un encuentro con un «otro» seguro—el terapeuta—que hace las veces de figura de apego reparadora, capaz de contener y regular lo que en su momento fue insoportable.
En este contexto, Eros es la metáfora perfecta para la relación terapéutica curativa. Es el vínculo que nos «arranca de nosotros mismos». El terapeuta, como representante de la alteridad benevolente, no rescata al paciente, sino que lo acompaña a «salir al encuentro» de su propio yo traumatizado. Es un acto de amor en el sentido lacaniano: no un sentimiento pasivo, sino una acción y una disposición ética a sostener la verdad del otro.
Hacia un Amor en Acción: Del Trauma a la Auténtica Conexión
Sanar, por tanto, es dejar de esperar pasivamente a ser amado para convertirse en un «sujeto de amor», capaz de amar. Es el tránsito desde la reactividad traumática—donde toda relación repite el drama de la herida original—hacia la capacidad de crear vínculos seguros desde la autonomía y la integración.
Este camino no es espiritual ni puramente intelectual; es profundamente encarnado. Implica «recordar y llorar», como dice O’Connor, para poder perdonar. Implica bajar de la mente defensiva y habitar el cuerpo, sentir las emociones congeladas y darles un espacio seguro para ser integradas. Es un duelo por el amor que no se recibió, que permite, finalmente, construir una identidad sólida basada en el «deseo» sano y no en el vacío traumático.
La paz auténtica, individual y colectiva, no es la ausencia de conflicto, sino el estado que emerge cuando dejamos de reaccionar desde la herida y podemos, por fin, responder desde la conexión con nosotros mismos y con los demás. La alteridad redentora de Eros no es una fantasía romántica, sino la posibilidad real de reconectar con nuestro derecho primordial a ser deseados, amados y protegidos, disolviendo así el peso de la soledad en la ligereza del vínculo.