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Archivos del presente
La política contemporánea tiene algo de parque temático y algo de déjà vu. Sus protagonistas se presentan como inéditos, pero actúan como remakes: ejecutores de fórmulas probadas, hijos bastardos de una dramaturgia que no inventaron, pero que interpretan con una convicción casi conmovedora. Nada de lo que ocurre hoy es nuevo. Solo es más rápido, más visible, más monetizable.
Las tácticas de agitación emocional, las estrategias de escarnio digital, el uso quirúrgico de enemigos simbólicos, la producción seriada de estallidos… todo eso ya fue ensayado. En películas, series, novelas políticas, y sobre todo, en laboratorios del caos. Algunos lo intuyeron con décadas de ventaja —como Paddy Chayefsky en Network (1976). Otros lo perfeccionaron con la meticulosidad de un programador paranoico: Gianroberto Casaleggio en Italia, Steve Bannon en Estados Unidos.
Milei no es una anomalía. Es una iteración. Y Santiago Caputo —su asesor estrella que se autodenomina “el Mago del Kremlin”— no inventó la radicalización digital. Solo la ajustó al mercado argentino como quien actualiza un firmware ideológico. TMAP —“Todo marcha de acuerdo al plan”— no es una consigna. Es el backend emocional del gobierno.
Este texto no busca analizar a Milei. Ese presidente argentino que grita más fuerte de lo que piensa y disimula su enorme papada con una ideología de catálogo. Lo que busca es recordar algo más incómodo: el presente está siendo dirigido por referencias que vimos, aplaudimos o ignoramos cuando todavía parecían ficción.
Por eso estas líneas no avanzan como una columna ni como un informe. Avanzan en espejos. Cada espejo es una escena —una película, una serie, un gesto narrativo— que no se mira, se usa. No porque lo digamos nosotros. Porque lo hacen ellos.
La rabia ya no es una emoción. Es una interfaz. Y el político que no la activa, simplemente, deja de existir.
Network: Manual para editar el grito
En 1976, Sidney Lumet dirigió Network, sobre guion de Paddy Chayefsky. La película cuenta el colapso de Howard Beale, un presentador de noticias al borde del suicidio que, tras ser despedido por bajo rating, decide anunciar en vivo que se quitará la vida frente a cámaras. La escena genera pánico, pero también interés. El canal, en lugar de censurarlo, lo reinstala como profeta del hartazgo colectivo. Beale deja de ser periodista y se convierte en espectáculo. No importa qué dice, sino que lo dice a los gritos. Lo que en principio parecía un exabrupto, se vuelve formato. La cadena no lo castiga: lo produce. Le da su propio segmento, una escenografía austera, iluminación teatral y libertad absoluta para canalizar el descontento nacional. La bronca se convierte en contenido, el colapso emocional en rating, y el delirio en una nueva forma de autoridad. Beale grita que está furioso y que no va a soportarlo más. La audiencia aplaude. No porque entienda, sino porque reconoce algo de sí misma en ese desborde. La verdad, que antes debía ser dicha con pruebas y tono, ahora solo necesita intensidad. El sistema no teme a quien lo insulta. Le firma contrato.
Lo extraordinario de Network no es su caricatura de los medios, sino que expone cómo la autenticidad puede ser empaquetada, distribuida y medida como un producto más. Beale no representa una ruptura: representa una mutación. Ya no se trata de informar sino de conmover. Ya no se busca convencer, sino capturar atención. La televisión no pierde su alma: simplemente la alquila por bloques de quince minutos. La escena en la que millones de ciudadanos abren la ventana para gritar la consigna de Beale —“I’m mad as hell!”— no es un acto de rebelión. Es una encuesta respondida con entusiasmo. Y como toda encuesta, termina convertida en insumo para retroalimentar el programa. Lo que en apariencia es furia popular, en el fondo es feedback. Beale se transforma así en el primer influencer emocional de la era prealgorítmica: uno que no ofrece soluciones ni liderazgo, sino temperatura. Grita por nosotros. Porque ya ni siquiera sabemos por qué gritamos.
Décadas más tarde, esa misma figura aparece, esta vez sin bata ni cigarrillos, pero con subtítulos en blanco y thumbnails prediseñados. “Milei estalló”, “Milei gritó”, “Milei humilló a un diputado” —los titulares no anticipan el contenido, lo reemplazan. Ya no hay doctrina, sólo escena. Y la escena no se improvisa: se edita, se musicaliza, se publica en loop. Lo central no es el mensaje, sino el gesto. No se necesita un plan. Se necesita una reacción grabable. Detrás de esa performance diaria, el asesor Santiago Caputo opera no como un ideólogo, sino como un programador emocional. TMAP —“Todo marcha de acuerdo al plan”— no es un proyecto político: es una bitácora de climas. Un dashboard de indignación sostenida. Una gestión racional del exceso. No hay plataforma. Hay contenido.
Network no fue una advertencia. Fue una maqueta. Chayefsky intentó narrar el colapso moral de los medios, pero terminó entregando el prototipo de una lógica donde lo sincero se vuelve rentable y lo razonado se vuelve irrelevante. El mensaje era claro. El mercado entendió otra cosa. Lo que se grita con fuerza ya no se discute: se comparte. La histeria dejó de ser patología para volverse KPI. Y cuando la intensidad decae, se reemplaza el rostro. No porque haya dejado de gritar, sino porque alguien grita más fuerte. La política, como la televisión, no tolera el silencio. Lo despide por bajo rendimiento.
They Live: Manual para fabricar enemigos útiles
En 1988, John Carpenter dirigió They Live, una película que parece menor —con estética de bajo presupuesto y un protagonista sacado de la lucha libre (Roddy Piper)— pero que contiene una de las metáforas más eficaces del control ideológico contemporáneo. El punto de partida es simple: el personaje principal, un obrero llamado Nada, encuentra un par de anteojos especiales que le permiten ver la verdadera estructura del poder. Tras cada cartel publicitario y cada imagen aspiracional se esconde un mandato subliminal: obedece, consume, reproduce, no cuestiones. Y detrás de cada rostro influyente, se oculta un alienígena que parasita a la humanidad. Nada, como tantos otros después de él, cree que ha despertado. Pero lo que en realidad ha encontrado es un nuevo lenguaje para su odio. Ver no lo lleva a pensar. Lo lleva a disparar.
La película suele celebrarse como una obra de culto antisistema, pero eso es quedarse en la superficie. Lo inquietante no es el descubrimiento de la manipulación, sino lo que se hace con él. They Live no describe un proceso de emancipación crítica, sino de radicalización emocional. Una vez que se revelan los enemigos, no se los estudia ni se los confronta políticamente. Se los elimina. La lente no abre un horizonte de análisis. Produce una ceguera invertida: todo lo que no encaje, todo lo que brille demasiado, todo lo que articule con soltura se convierte en sospechoso. Nada se rebela, sí, pero no contra el sistema. Se rebela contra su representación. Y al hacerlo, inaugura —sin saberlo— el guion perfecto para el populismo digital del siglo XXI.
Hoy no hace falta encontrar anteojos especiales. Basta con desbloquear el teléfono. El feed es la lente. El algoritmo no informa: selecciona enemigos. Cada día hay uno nuevo. A veces es un periodista. A veces un político opositor. O un economista que introduce matices, una cantante que opina, un estudiante que habla con demasiada seguridad. No se los refuta. Se los expone. No se los debate. Se los grita. El insulto ha reemplazado al argumento. El escarnio digital se volvió no sólo legítimo, sino necesario. El algoritmo no necesita probar nada. Solo confirmar lo que el usuario ya quiere creer: que hay alguien del otro lado arruinándolo todo. Y lo importante no es que sea cierto. Lo importante es que funcione. La casta no es una estructura. Es una plantilla. Una interfaz de hostilidad rotativa.
La política, en este esquema, no construye mayorías ni formula proyectos. Administra linchamientos temporales. Convoca afectos intensos y los redirige hacia blancos móviles. Caputo entendió rápido el método, leyendo —como quien estudia manuales operativos— a Giuliano da Empoli en Los ingenieros del caos y El mago del Kremlin. Su objetivo no es generar convencidos, sino mantener irritados. Cada mañana, como quien despacha un parte meteorológico, se señala a quién odiar. Y esa indicación diaria, más que ideológica, es funcional. Una economía emocional que necesita mantener activa una minoría radicalizada, capaz de contagiar su certeza a una mayoría desorientada. No hay deliberación: hay coreografía. No hay pensamiento: hay climas. Y como todo clima, lo importante no es comprenderlo. Es soportarlo o sumarse.
El guion de They Live, leído con atención, es menos libertario de lo que se cree. No celebra la rebeldía. Muestra cómo el deseo de ver más allá puede ser manipulado para no ver nada. Porque cuando todo es sospechoso, todo es excusa para destruir. Y cuando toda explicación es sospechosa de conspiración, la violencia se vuelve autodefensa. Hoy, el populismo de red no necesita multitudes. Le alcanza con un grupo chico, constante y disciplinado. No educado. Entrenado. Que entienda que pensar es lento, pero odiar es inmediato. Que no pida argumentos, sino instrucciones. Que vea enemigos donde antes había matices. Que nunca necesite sacarse los anteojos.
The Dark Knight – Manual para dinamitar el centro
En 2008, Christopher Nolan estrenó The Dark Knight. A primera vista, la película es una secuela de superhéroes con ambición filosófica. Pero a poco de avanzar, revela algo más inquietante: un manifiesto sobre la política del caos. El Joker —interpretado por un Heath Ledger siniestro, elocuente, minucioso en su anarquía— no aparece como un criminal convencional. No busca poder, no pide dinero, no exige cambios estructurales. Quiere otra cosa. Quiere demostrar que el orden es una ilusión débil. Que, bajo una pequeña presión, cualquier sistema —ético, institucional, moral— colapsa. Su estrategia no es robar bancos. Es obligar a Gotham a enfrentarse con su propio cinismo. Y para eso, necesita dinamitar el centro.
El Joker no pelea por el control. Pelea por el relato. Frente a Batman —símbolo de racionalidad vigilante, del límite dentro del exceso—, el Joker ofrece una arquitectura emocional más eficaz: la del miedo sostenido. No actúa sin plan. Tiene uno muy claro: ridiculizar la deliberación, acelerar el pánico, arrinconar la moderación. En la escena del ferry, cuando dos grupos deben decidir si detonan al otro para sobrevivir, no hay villano externo. Solo una caja y una decisión. Esa es la pedagogía del caos: volver a todos cómplices. Empujar al ciudadano ordinario a pensar como un extremista. Forzar a los buenos a traicionarse. Lo importante no es el crimen. Es la mutación subjetiva. El Joker no quiere destruir las reglas. Quiere que tú las rompas por él.
Lo que Nolan no anticipó, pero su película permite leer, es que ese modelo no se agota en la ficción. Se volvió estrategia. En la política contemporánea, el Joker no estaría en la cárcel. Estaría en campaña. Su talento no es el sabotaje técnico, sino el simbólico: construir un entorno donde el centro se vuelva ridículo, la mesura parezca debilidad, y el argumento, un gesto de ingenuidad. En las redes, el Joker sería trending topic diario. No porque prometa nada, sino porque interrumpe todo. Su éxito no depende de su programa, sino del volumen de sus provocaciones. Y su habilidad no está en resolver conflictos, sino en impedir que se formulen.
Steve Bannon explicó esta táctica con frialdad: “hay que inundar la zona de mierda”. No convencer. Saturar. El votante promedio ya no se conquista: se desactiva. Se lo abruma hasta que se desconecta. Se le quita la posibilidad de intervenir sin volverse parte del conflicto. Caputo, intento de originalidad con demasiado polvo en la nariz, aprendió la lección. Su tarea no es organizar un consenso. Es volverlo obsoleto. No necesita propuestas. Necesita climas. En lugar de conducir una mayoría, coordina una minoría en estado permanente de excitación. Lo importante no es ganar el debate. Es hacer que el debate no tenga lugar. El “todo marcha de acuerdo al plan” no remite a un ideal futuro, sino a una coreografía del presente donde el centro —ese espacio teóricamente razonable— se convierte en blanco móvil de desprecio.
En The Dark Knight, el Joker logra lo que se propone. No porque mate a alguien. Sino porque obliga a todos a elegir entre dos extremos, sabiendo que en ese juego el matiz ya es una derrota. Hoy, el tecno populismo de red replica esa lógica con eficiencia algorítmica. El moderado no tiene espacio. El moderado no tiene tiempo. El moderado no tiene clics. La radicalización no es un exceso. Es una condición de existencia.
Todo marcha de acuerdo al colapso
Durante semanas escribí textos convencido de que hablaba de otros. De un presidente que grita mejor de lo que piensa. De un asesor que diseña climas como si fueran campañas de bugs. De un algoritmo que distribuye enemigos con la eficiencia de un operador logístico. De referencias culturales que usaba para trazar críticas, para reclamar por promesas rotas, para señalar resignaciones disfrazadas de complejidad técnica. Creí estar haciendo un mapa. Una advertencia. Pero anoche, mientras escuchaba al maestro Carlos Pagni en Odisea Argentina, entendí lo que había evitado ver: que todos esos espejos eran míos. Que el primero en caer en la lógica del método, fui yo.
Durante casi un año cultivé un método como un artesano digital. Me devoré la arquitectura del caos para convertirme en un hereje funcional. Escuché uno y otro discurso de ese personaje de insoportable arrogancia —tan desproporcionada como su papada— y leí con adicción a Giuliano Da Empoli, Pablo Stefanoni, Toni Aira, George Lakoff y tantos otros, vi horas y días de entrevistas donde diseccionan el método. Me preparé con obsesión: no para imitar a la ultraderecha, sino para apropiarme de sus herramientas. Para ponerlas al servicio de las mayorías. De la gente real. De los negocios locales. De la clase desde la que vengo.
Hace ya seis semanas tomé una decisión: no podía seguir esperando capital semilla. No podía seguir simulando que estaba construyendo algo cuando apenas armaba mockups para presentaciones que no llegaban a ocurrir. Así que me lancé. A ciegas. Aislado. Con una convicción casi mecánica: que, si el sistema era sólido, si el código estaba limpio, si la infraestructura resistía, lo demás se ordenaría. Pero no se ordenó. El mundo que creí estable colapsó en silencio.
Justo un día después de mi cumpleaños, Salesforce dejó de ser opción. El ecosistema se evaporó. Y me quedé con una idea… y la decisión de desarrollarla a costa de todo. Incluso de mí mismo. Me obsesioné con que todo funcionara como debía, y olvidé por qué debía funcionar. Perdí de vista el punto de partida. Que yo no era un técnico. No era un desarrollador freelance de la disrupción. Yo era —soy— un ingeniero del caos. Pero no del caos boutique que alimenta a las élites con shocks controlados. No del que convierte los colapsos en conferencias. Soy ingeniero del caos para las masas. El que trabaja para que los negocios que nadie ve puedan seguir existiendo, aunque la app no los liste. El que diseña sistemas no para escalar, sino para resistir.
Y sin embargo, me olvidé. Llevo semanas construyendo una plataforma para defender esos mismos negocios. No desde el marketing, sino desde el sistema. No desde el storytelling, sino desde el código. Lo estoy haciendo casi solo. Sin inversión, sin respaldo institucional, sin red. Y en ese esfuerzo por hacer que todo funcionara —cada módulo, cada API, cada integración— terminé convertido en lo que alguna vez critiqué: un ingeniero del caos para las métricas. Un operador de funcionalidad. Un técnico enamorado del tablero, pero desconectado de la calle.
Mi propósito no ex manipular a una minoría, pero terminé ignorando a la mayoría. Quise empoderar comercios, pero pasé semanas sin pisar uno. Quise defender lo local, pero quedé atrapado en el universalismo de los logs, los tokens, los entornos de staging. Quise resistir al sistema, pero terminé hablando su idioma para que me tomara en serio. Hace meses que no entro a una ferretería. Y cuando llegó el momento de buscarlos, de hablarles, de venderles, entendí mi propia ausencia.
Y eso se me olvidó. Me perdí en el tablero. Me enamoré de las funciones. Caí en la trampa del método sin propósito. De la arquitectura sin calle. De la plataforma sin rostro. Por semanas pensé que estaba haciendo el “core”. Y sí, lo era. Pero no para quienes lo necesitaban.
Pagni me recordó que el odio, cuando se administra con precisión, puede convertirse en fuerza política. Y yo me pregunté: ¿por qué lo olvidé, si yo mismo había diseñado el marco para redirigirlo? ¿Por qué me preocupé más por evidenciar mis desprecios hacia el mundo donde hice carrera empresarial —el gris mundo corporativo y sus “líderes” asépticos— que por los negocios que escriben “abrimos 8:30” en una pizarra rota? ¿Por qué no usar ese mismo diseño —el de los espejos, la radicalización inteligente, el algoritmo de la rabia y resentimiento— no para simular un movimiento, sino para convocar uno real? ¿Por qué olvidé el plan original? Si la maquinaria ya está encendida, que funcione a favor de quienes no tienen lobby, ni subsidio, ni pitch. Los que abren la persiana sin saber si podrán bajarla esa misma noche.
Y sí, me alejé. Del objetivo. Del tono. De la calle. Me distraje. Pero el colapso —como el silencio entre líneas de código— tiene una función. Sirve para ver qué seguía corriendo, incluso cuando todo parecía apagado. Y entendí que para volver al plan original no necesitaba reescribir nada: solo recordar para qué lo había escrito.
No tengo épica. No tengo consigna. Tengo claridad. No necesito audiencia. Necesito acción. No porque crea que voy a ganar. Sino porque si logro que diez negocios locales resistan un mes más, entonces ya hay algo que vale más que cualquier modelo escalable: una ambición no mía, sino compartida. Una rabia que no se disuelve. Un sistema de defensa que no se terceriza.
Así que sí: voy a usar todo esto. Los espejos. El método. El enojo. La estética. La edición emocional.
Pero no para hacer estallar algo. Para defender lo que aún resiste. No para escalar. Para sostener.
Aunque lo haga casi solo.