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    Detrás de la pantalla: del cine al formato 9:16

    Romanrisk.com

    Azúcar, grasa y efectos especiales

    Entrar a una sala hoy es atravesar un buffet con butacas. Las bolsas se abren antes de que se apaguen las luces, los vasos son tan grandes como el aburrimiento que intentan llenar. Y en lo que llaman “salas VIP”, la experiencia es la misma… solo que más cara. Fenómeno aspiracional con efectivo: pagar más por no escuchar al de al lado, aunque igual mastique como si fuera gratis. En este tiempo, el cine huele más a nachos que a narrativa hecha en planos.

    A veces hay un niño. O dos. No importa si la película no es para niños, aunque, en rigor, casi todas lo son; igual están. Si no entienden, preguntan. Si se aburren, patean la butaca de adelante. El padre, casi siempre con mente infantilizada, sólo aspira a que la criatura no llore. La madre revisa WhatsApp y publica una historia en Instagram. Y el tipo del lado, camiseta negra con logo retro, barba hipster, panza emocional, saca de su mochila una figura de colección como quien despliega un tótem: el héroe con el que se identifica. Una lágrima le cae por la mejilla, pero no queda claro si es por el personaje… o por él mismo.

    Frente a esa fauna, uno agradece que hoy las películas también se puedan ver en casa. La sala ya no garantiza la experiencia: garantiza el ruido. En cambio, la sala o el cuarto, aunque no tenga pantalla gigante ni sonido total y envolvente, ofrece algo cada vez más valioso: la posibilidad de ver una escena completa sin interrupciones. Se pierde algo, sí: la ceremonia, la oscuridad compartida, el efecto inmersivo. Pero la gran pantalla terminó de perder su mística el día que un adulto-niño le gritó a la pantalla que el Joker se apurara porque él tenía hambre.

    Eso sí: no cualquier película sobrevive fuera de la sala. Hay films que dependen del láser, del zombi, del superhéroe. Necesitan ruido, volumen, pantalla. Todo lo demás —cine en serio, digamos— tiende a espantar al público masivo. No por elitismo, sino porque exige algo que se volvió impopular: atención.

    Y ahí, justo ahí, entra una figura que rara vez aparece en entrevistas, que no firma autógrafos, que no posa para la alfombra roja. El que no vende, pero define. El guionista.

    De él depende que una historia tenga sentido. Que un personaje no parezca improvisado. Que una serie no se vuelva rehén de su audiencia. El guionista no grita “acción”, pero es quien la escribe. Y aunque a veces lo olvidemos, ahí, en esa primera línea que nadie ve, empieza todo.

    Cuando uno aprende a mirar desde ahí, desde la estructura invisible, empiezan a revelarse las diferencias. No de estilo, sino de propósito. De intención. De lo que hay detrás de una historia que sólo entretiene… y otra que incomoda.

    Abrams, el arte de postergar el sentido

    Hay creadores que construyen mundos. J.J. Abrams construye cajas.

    Él mismo lo dijo en una célebre charla TED, no podría ser de otra forma: lo que importa no es lo que hay dentro, sino el misterio. La pregunta. La promesa de una revelación que siempre está por venir. No es un guionista: es un arquitecto del suspenso diferido. Un artesano del cliffhanger. Y quizás también, sin saberlo, el narrador más funcional a una época donde pensar es un riesgo y concluir, una amenaza.

    En la serie Alias (2001), que aparece en plena resaca emocional del 11-S, la CIA vuelve a ser sexy, los espías otra vez son necesarios, y la guerra ya no es entre países sino entre sombras. Alias cabalga esa estética como pocas: identidades múltiples, traiciones dentro de traiciones, una protagonista de cuerpo perfecto —Jennifer Garner como Sydney Bristow— que llora, se infiltra, mata y se maquilla en el mismo plano.

    Pero lo que parece complejidad es, en el fondo, repetición con presupuesto. Los enemigos son vagos, eternos, imposibles de comprender del todo. No porque estén bien escritos, sino porque no están escritos en absoluto. Son estructuras vacías con acento extranjero. Lo notable de Alias no es su trama, sino su ausencia de total de alguna idea. Nada se cuestiona. Nada se explica. Todo es urgencia. Todo es adrenalina. Es la política exterior convertida en coreografía. Una serie sobre terrorismo en la que lo único que explota es el guion.

    Fringe (2008) se presenta como heredera de The X-Files. En la práctica, es Alias con delirio científico. Otra protagonista de cuerpo perfecto —Anna Torv como Olivia Dunham— repite el patrón: figuras femeninas de belleza milimétrica atadas a historias demasiado frágiles para sostenerse solas. No es un error: es diseño. El cuerpo como escudo narrativo. La estética como forma de distracción. El espectador no razona: observa.

    Fringe plantea ser una serie sobre los límites del conocimiento: universos paralelos, dilemas éticos, física cuántica aplicada al trauma personal. El laboratorio como escenario, el multiverso como coartada.

    Pero debajo del montaje brillante y del violín melancólico en los finales de episodio, hay algo que no aparece: consecuencias.

    Cada episodio lanza una hipótesis. Pocas veces la responde. Cada dilema se plantea… para luego ser absorbido por la emoción o el efecto especial. La ciencia es escenografía para justificar la emoción. Y el dolor, una licencia narrativa para saltarse el pensamiento. En el universo de Fringe, todo es posible. Y por eso mismo, nada importa.

    Abrams, la anestesia como estructura

    En Alias y Fringe, Abrams había ensayado una fórmula. En Lost y en su trilogía de Star Wars, esa fórmula ya no era recurso: era doctrina. No se trataba de intriga, ni de acción, ni siquiera de entretenimiento. Se trataba de una operación quirúrgica sobre el relato: vaciarlo de sentido, mantener la forma, conservar el impacto emocional, pero eliminar toda posibilidad de conflicto realUna anestesia narrativa, disfrazada de serie premium.

    Lost llegó en 2004 con una premisa simple: un avión se estrella en una isla y nadie, ni los personajes, ni los guionistas, ni los espectadores, sabe exactamente por qué. Nadie sabía de qué se trataba. Ese fue el gancho.Esa ignorancia programada no fue un error, fue el método. Abrams no contaba una historia: organizaba incertidumbre. Un humo negro, una escotilla, una iniciativa científica, una secuencia infinita de flashbacks que no explicaban, sino que complicaban. Cada episodio prometía respuestas. Cada respuesta venía con más preguntas. Y así, el relato se convertía en selva: un espacio lleno de signos sin mapa. El espectador no pensaba. Sobrevivía.

    No es una historia: es un algoritmo emocional.El trauma, que en otros relatos abre la puerta a la conciencia, aquí funcionaba como bloqueo. El pasado explicaba el dolor, pero no generaba consecuencias. Cada herida revelada no ordenaba el presente: lo volvía más opaco. Como si el objetivo no fuera comprender, sino postergar. No había tesis. No había política. Solo acumulación de angustia. Un algoritmo emocional de alta fidelidad, donde todo parecía profundo y nada era legible. La isla no era un símbolo. Era una excusa.

    Diez años más tarde, Abrams repite el procedimiento, pero ahora con una galaxia entera. La trilogía final de Star Wars, producida por Disney, debía cerrar una de las sagas más influyentes del siglo. Lo que hizo fue otra cosa: un parque temático de la memoria. El conflicto político, que había sido central en las precuelas de Lucas, desaparece por completo. Ya no hay Senado. Ya no hay intereses económicos. Ya no hay república. Hay herencias, linajes, batallas genéricas entre el bien y el mal, vaciadas de contexto.

    La operación es precisa. George Lucas, en su intento por politizar la saga, había convertido la caída de la República en una crítica directa al neoliberalismo, a la colonización del poder por parte de las corporaciones y a la claudicación del Partido Demócrata de los Clinton frente al capital. Abrams borra todo eso sin confrontarlo. Simplemente lo omite. Lo que queda no es un mundo sin política. Es un mundo donde la política fue eliminada del guion como si nunca hubiera existido.

    La épica, desprovista de conflicto real, se convierte en espectáculo. Lo que antes funcionaba como relato, ahora opera como souvenir. El regreso de Han Solo, el sable de Luke, la mirada de Leia: cada gesto apela al recuerdo, no a la historia. El guion no articula. Replica. Cada escena se convierte en cita. Cada personaje, en eco. El espectador no piensa en lo que ve. Reconoce lo que ya había sentido antes.

    No es casual que estas películas coincidan con el ascenso del trumpismo. En ambas orillas —la narrativa y la política— se consolida una misma lógica: suprimir las causas, exagerar los efectos, construir fidelidad a partir del vacío. No se trata de ideología. Se trata de marketing. Y Abrams no lo niega. Lo administra. Mejor que nadie.

    Ese cine, en tiempos donde la cultura aún debería interpelar, no es solo evasión. Es complicidad.

    Sorkin, o la obstinación de creer que un argumento puede más que un misil

    No todos los guionistas escriben sólo para entretener. Algunos todavía escriben como si la política mereciera una réplica. Y cuando el relato dominante se vuelve ruido, ataques preventivos, slogans de una sílaba, guerras con PowerPoint o con la herramienta de presentación del momento, la palabra bien dicha, articulada, estructurada con un propósito, no es solo estética.
    Es resistencia.

    Aaron Sorkin no escribió sobre el poder. Escribió contra su degradación.

    The West Wing (1999) no fue una serie política. Fue una contraofensiva narrativa. En un momento en que la presidencia real se comunicaba a través de metáforas bélicas y silencios petroleros, Sorkin propuso otra arquitectura: la del argumento. Su presidente —Jed Bartlet, interpretado por Martin Sheen— no necesitaba gritar para imponerse. Citaba a Santo Tomás, respondía con latín, y aún así tenía mejores cifras de aprobación que su par real. No porque fuera más creíble, sino porque era más necesario.

    Sorkin hizo lo que muchos políticos movidos por las encuestas no se atreven: contradecir inicialmente a la audiencia, dándoles algo diferente a lo que “querían”. Lo que habían votado.

    Mientras la administración Bush confundía justicia con venganza, Bartlet pedía explicaciones. Mientras se invadían países por evidencia incompleta, en la ficción se discutía la dignidad humana como si importara. No era realismo. Era una súplica articulada con estructura de guion. Un último intento de salvar el discurso antes de que se volviera mercancía.

    Y funcionó. No solo en el rating. Funcionó culturalmente. Cuando Sheen marchó encabezando protestas contra la invasión a Irak y recorrió universidades para llamar al voto, lo hizo como Bartlet. Y fue recibido como tal. El presidente ficticio se había vuelto más legítimo que el real. Y eso, para cualquier sistema político, debería haber sido una alerta. Pero fue una anécdota.

    Lo más extraordinario llegó después, en la sucesión. El elegido para continuar el legado no fue un clon blanco y sabio, sino un congresista latino, sin padrinos ni linaje, que hablaba con convicción, no con slogans. Matt Santos, interpretado por Jimmy Smits, no solo representaba una continuidad ética. Representaba un ensayo general. Fue el piloto emocional de Barack Obama. Y logró algo más difícil que el poder: traer ilusión, aunque no siempre retribuida.

    Santos compitió contra Arnold Vinick, republicano serio, laico, defensor del mercado, pero razonable. Un adversario, no un villano. Un McCain. Un Romney. El episodio del debate entre ambos fue tan creíble que NBC decidió emitirlo como si fuera un debate real: en vivo, en tiempo real, con doble transmisión para cubrir la diferencia horaria entre costas.
    Un canal de televisión hizo por la democracia lo que la democracia ya no podía hacer sola.
     Ese episodio, vale decirlo, tuvo más audiencia que muchos debates reales. Y es lógico. Porque ahí no se jugaba una elección. Se jugaba la posibilidad de creer que, al menos en algún lugar, aunque fuera una sala de guionistas en Los Ángeles, la política todavía podía explicarse sin cinismo.

    La ficción había preparado el terreno. El guionista había hecho su parte.

    Frente a eso, George W. Bush parecía limitado. Frente a lo que vino después, parece un estadista. Frente a la política en streaming, donde cada ciudadano elige su propio episodio, parece incluso moderno.

    Sorkin fue acusado de todo: elitista, moralista, sentimental, didáctico. Y todo era cierto. Sus personajes no hablan: sentencian. El conflicto no los transforma: los justifica. El espectador, a veces, se siente más alumno que cómplice. Pero al menos hay clase. Al menos hay tesis. Al menos se entiende que el diálogo no es decoración. Es herramienta.

    Y no se pide disculpas por eso. Después de todo, cuando Han Solo termina convertido en souvenir de sí mismo, una figura de acción de su propia melancolía, ver a un presidente ficticio que cita a Santo Tomás sin ironía no parece ingenuo. Parece revolucionario. Sorkin no escribió series. Escribió utopías moderadas. Diseños narrativos de una república que solo parecía posible dentro de una sala de guionistas. Eran arquitecturas del discurso construidas en un tiempo donde todo lo sólido se derrumbaba bajo aplausos. Y lo que dejaban en claro, sin necesidad de proclamarlo, era que no bastaba con mostrar el poder. Había que justificarlo.

    Sorkin, el juicio como teatro: cuando el Estado narra para castigar

    Si The West Wing era el último lugar donde el poder todavía podía fingir virtud, The Trial of the Chicago 7 (2020) es el lugar donde el poder ya no finge nada. La política no se disfraza de discurso. Se viste de toga. No busca adhesión, busca obediencia. Y si hay disenso, lo convierte en espectáculo. Esta vez, Sorkin no inventa nada. Toma un hecho real, uno de los juicios más infames de la historia política estadounidense, y lo convierte en cine. Pero el problema no es el artificio. El problema es que los hechos ya venían guionados por el Estado… y por sus poderes fácticos. Hoy lo llamamos lawfare, pero en 1968 ya sabían cómo escenificarlo: sin pruebas, sin justicia, pero con jueces, cámaras y titulares.

    Chicago, 1968. Convención Nacional Demócrata. La guerra de Vietnam arde en Asia y en los campus universitarios. Siete líderes de distintos movimientos son arrestados y juzgados por incitar disturbios: Tom Hayden, Abbie Hoffman, Jerry Rubin, David Dellinger, Rennie Davis, Lee Weiner y John Froines. A ellos se suma un octavo acusado, Bobby Seale, fundador de las Panteras Negras, que ni siquiera había estado involucrado en la protesta. Pero el fiscal general necesitaba un enemigo racial en la foto. Y la foto debía parecer amenaza.

    Lo que siguió fue un juicio sin pruebas, sin intención de justicia, sin legitimidad, pero con todo el aparato judicial en escena. Y eso es lo que Sorkin filma. No un caso. Un casting. No un veredicto. Una escenografía de castigo. Si en The West Wing la ficción imaginaba cómo debería hablar el poder, en Chicago 7 la ficción apenas intenta resistir la manera en que el poder ya había hablado.

    El guion no busca redimir a nadie. Busca mostrar que el lenguaje se puede usar para defenderse incluso cuando la sentencia está escrita. Abbie Hoffman no espera absolución. Espera una frase que sobreviva. Tom Hayden no quiere ganar. Quiere que alguien escuche. La justicia, mientras tanto, habla desde el estrado como si la democracia fuera un trámite administrativo.

    La escena más obscena no es la que tiene gritos ni abucheos. Es la que muestra a Bobby Seale atado y amordazado frente al jurado, porque osó pedir abogado. No hay metáfora. Hay cuerdas. Hay mordazas. Hay un juez que, con temblor y solemnidad, llama a eso «orden en la sala«. En esa imagen, que parece sacada de una dictadura menor, Sorkin no inventa nada. Se limita a reproducir. Esta vez, la realidad fue más violenta que su pluma.

    Y sin embargo, lo que logra es notable. Porque el juicio no tiene suspenso. Sabemos que los van a condenar. Lo que queda es el gesto: no dejar que el Estado tenga la última palabra. El lenguaje, incluso bajo amenaza, aún puede servir para eso. Para quedar anotado. Para que alguien, algún espectador, algún ciudadano, algún jurado del futuro, escuche lo que no debía oírse.

    La paradoja es brutal: el guionista que supo construir presidentes mejores que los reales ahora tiene que dramatizar un sistema peor de lo que Hollywood suele permitirse. Ya no hay Bartlet. Hay Hoffman. Ya no hay jazz. Hay mordazas. Pero el impulso es el mismo: proteger el poder de la palabra cuando todo lo demás está contaminado.

    Porque si la política ya no puede redimirse, al menos puede narrarse con la dignidad que el tribunal niega. Y si no hay justicia, que al menos quede memoria.

    El guion que debemos enfrentar

    Hollywood siempre ha contado historias sobre el poder. Algunas veces lo ha enfrentado. Casi siempre lo ha estetizado. Pero nunca ha podido escapar de él. Porque incluso cuando finge hablar de galaxias lejanas, lo que discute en el fondo es quién paga, quién manda, quién recuerda, quién calla.

    Esa tensión no es nueva. Lo que cambia es quién escribe el guion. Están los visibles: directores de casting, editores, jefes de producto que optimizan cada escena como si fuera una campaña. Y están los otros: CEOs, directores de marketing, estrategas de contenido, publicistas, que redactan la democracia como si fuera una narrativa de marca. No buscan ciudadanos. Buscan audiencia. Y lo logran, a costa de una amputación progresiva del lenguaje: lo reducen a gestos, a trauma sin contexto, a memoria sin conflicto, a épica sin política.

    En ese ecosistema, hay quienes insistimos en otro tipo de relato. Uno que incomoda. Que no confirma lo que la audiencia espera, sino lo que aún podría tolerar si se le diera algo mejor. Sorkin es uno de ellos. No escribe para complacer. Escribe para insistir. En tiempos de cinismo estructural, aún cree que un diálogo puede funcionar como forma de resistencia. Que un presidente ficticio puede ser más creíble que uno real. Que un juicio puede exponer más que una campaña.

    Abrams necesita cuatro historias para sostener una nostalgia sin ideas. Sorkin, con dos, basta para interrumpir el algoritmo.

    Y eso es lo que también buscamos con estos textos: escribir contra el formato 9:16, contra el tiempo de lectura estimado que no debería superar los cinco minutos, contra la lógica del scroll que todo lo convierte en impulso, nunca en argumento. Apostar, no a que aún quedan lectores dispuestos a seguir una línea que no fue diseñada para retenerlos, sino para sacudirlos, sino a que incluso si no existen, pueden construirse. Con paciencia. Con insistencia. No porque confiemos en la audiencia, sino porque confiamos en el lenguaje. Porque incluso en la derrota, el verbo resiste más que el gesto.

    En el fondo, esto no es una crítica al cine, aunque más de un lector haya querido leerlo así. Es una acusación al momento. A su forma de mirar. A su forma de olvidar. Porque Hollywood puede disfrazarse de saga, de distopía o de profecía, pero nunca deja de hacer lo mismo: ensayar el poder. Y lo hace para todos: para quienes lo ejercen, para quienes lo celebran, y también para quienes ya no lo reconocen, incluso cuando los alcanza. La amnesia ya no es un efecto colateral. Es el formato.

    Quizás ya no haya público para ver un debate donde los dos candidatos sean decentes. Quizás no haya lectores para estos textos. Quizás nos quedamos sin Bartlet, sin Vinick, sin Santos. Pero eso no significa que tengamos que quedarnos sin discurso. El público no desapareció. Se fragmentó, se anestesió, se replegó detrás de pantallas personalizadas. Por eso el desafío ya no es solo narrar. Es reconstruir a quién se le narra.

    No escribimos porque sepamos quién está del otro lado. Escribimos porque creemos que ese otro lado aún se puede construir. Aunque lea en vertical. Aunque escanee solo el título. Aunque se desconecte antes del punto final.

    Seguimos escribiendo como si el guion aún no estuviera cerrado. Porque tal vez, solo tal vez, todavía se pueda reescribir.

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