Más
    InicioCulturaSin margen para el cartón

    Sin margen para el cartón

    Hay películas que uno cree originales hasta que descubre que son un remake. En el cine, a diferencia de la literatura, la repetición no es plagio: es modelo de negocio. Se actualiza el reparto, se mejora la fotografía, se acelera el montaje… y el viejo relato vuelve a circular como si acabara de ser inventado. A veces el espectador lo intuye —una escena que ya vio, un giro que huele a usado—, pero prefiere seguir. El confort de lo familiar en tiempos de vértigo.

    Algo parecido ocurre con lo que hoy se presenta como excepcional. Se habla de giros autoritarios, de rupturas democráticas, de amenazas inéditas al orden institucional. Y sin embargo, todo eso —la vigilancia, la censura, la polarización emocional— ya fue vivido. En los años treinta en Europa. En los cincuenta en el país del norte. Lo que asusta como novedad no sería tan perturbador si se leyera un poco más de historia y se repitiera un poco menos de guión.

    Espectáculo y subversión

    En 1960, el cine estadounidense estrenó Espartaco. Una superproducción de romanos: túnicas, arena, rebelión. El público veía a esclavos alzarse contra Roma, pero lo que no sabía —o lo que prefería no notar— es que el verdadero guión se escribía fuera de plano. Dalton Trumbo, su autor, era uno de los nombres más brillantes de Hollywood. Y uno de los más peligrosos.

    No por lo que escribía, sino por lo que pensaba.

    Trumbo había sido condenado por no colaborar. Por no nombrar a nadie. Por no ensuciarse las manos para salvar el pellejo. En los años cincuenta, eso bastaba para perder el empleo, el prestigio y el nombre. Su firma quedó proscrita. Su teléfono, intervenido. Su dignidad, archivada. Pero siguió escribiendo. Como se trafican armas en una dictadura: con seudónimos, con terceros, con la complicidad silenciosa de quienes sabían y callaban.

    Lo paradójico —o lo prodigioso— es que Espartaco, la historia de un esclavo que se subleva contra el sistema que lo castiga por existir, haya sido escrita en ese clima de vigilancia. Y que el gesto de ruptura no viniera de un comité, sino de un actor. Kirk Douglas, protagonista y productor, decidió que Trumbo firmara con su nombre. No como homenaje: como desafío. Un acto de poder, y de memoria. De esos que, cuando suceden, arruinan la coartada de que nadie sabía.

    El guión, por supuesto, decía mucho más de lo que decía. No era solo una alegoría de la opresión: era una crítica al orden del trabajo. Espartaco no se rebela por hambre de gloria, sino por agotamiento. El esclavo, más que un sujeto político, era un cuerpo productivo. Y el castigo, más que sanción, era pedagogía. El trabajo como condena. La obediencia como virtud.

    Lo que hizo Trumbo fue escribir una revuelta con los códigos del espectáculo. Lo que hizo Douglas fue colarla en la sala de proyección. La historia no se vendió como manifiesto, sino como entretenimiento. Pero ahí estaba todo: la clase que trabaja, la que extrae, y la que entra en pánico cuando los de abajo dejan de obedecer.

    El pájaro de cartón y la startup

    Si Espartaco fue el ejemplo de una lucha directa, valiente, con nombres propios y consecuencias reales, Bichos es su versión contemporánea: más segura, más decorada, más mentirosa. Lo que antes se enfrentaba, ahora se disfraza. La narrativa ha cambiado: ya no hace falta rebelarse, basta con parecer que uno podría hacerlo. Y a veces, eso alcanza.

    Más marxista de lo que Pixar estaría dispuesta a admitir y más pedagógica que muchos manuales, Bichos es una historia sobre la economía del simulacro disfrazada de película infantil. La trama es simple: una colonia de hormigas trabaja, recolecta, produce. Y un grupo de saltamontes —más grandes, más vagos y mejor armados— llega tras cada cosecha a llevarse todo. No siembran, no cargan, no hacen nada. Solo extraen. No producen, pero dominan. Un modelo de explotación tan claro que uno se pregunta cómo pasó por el filtro de Pixar sin que nadie en Disney levante la ceja. Si esta no es una historia de la lucha por la plusvalía, ¿qué es?

    La respuesta, curiosamente, no es una revolución. Flik, la hormiga protagonista, no toma los medios de producción ni plantea un cambio de régimen. Lo que hace es construir un pájaro. Uno falso, claro. Gigante —a escala insecto—, liviano, hueco. Lo lanza por una rampa, y el artefacto planea apenas unos segundos antes de caer. Lo suficiente. No es un arma: es una ilusión. No ataca: actúa. Espanta a los opresores no por su potencia, sino por su puesta en escena. Es un efecto especial de cartón en plena batalla. Una startup.

    Porque eso es, finalmente, una startup: una ilusión con flujo de caja.

    El modelo es conocido. Una idea con forma, una ronda inicial, un PowerPoint con pretensiones de narrativa fundacional. No se busca rentabilidad, sino continuidad narrativa. No se construye una empresa: se construye una expectativa. El producto es secundario; lo importante es que parezca escalable. Como el pájaro de Flik, no está diseñado para sostenerse: está hecho para saltar lo justo, generar impacto y desaparecer tras el aplauso.

    Nueve de cada diez no llegan al tercer año, pero el lenguaje persiste como si fuera el verdadero producto. Se habla de innovación, de disrupción, de propósito, de escalabilidad, de cambio de paradigma. Es la vieja jerga del management rehecha en tono TED: voz suave, manos abiertas, fondo oscuro, y la promesa de transformar el mundo con una app que no llega a beta. El ritual no cambia: presentaciones de quince minutos, entusiasmo enlatado, palabras grandes para ideas mínimas.

    ¿De verdad alguien cree que está fundando algo cuando lo primero que necesita es parecer un orador de TED o un un CEO en pleno ataque de corporate talk?

    Y sin embargo, ahí están: convencidos de que emprender consiste en vestirse de hormiga, pero pensar como saltamontes. Trabajar como si uno formara parte de la colonia, pero soñar con ser el que viene a cobrar al final de la cosecha.

    Una startup no es un negocio. Es una narrativa con alas. Una escultura de cartón pintada con los colores del futuro. No despega: planea. No resiste: impresiona. No soluciona: evita caer… hasta que alguien firme el cheque. Y cuando eso ocurre, ya no importa si el pájaro vuela o no. Importa que haya servido para espantar, para inflar una valuación o para salir en TechCrunch.

    Una startup no fracasa cuando cae. Fracasa cuando ya no logra fingir que vuela.

    Sin margen para el cartón

    La desaparición de los negocios locales no es un accidente del progreso ni una consecuencia inesperada de la digitalización. Es, como antes lo fue la esclavitud en Roma o la cosecha que se llevaban los saltamontes, una forma de extracción. La misma lógica, adaptada al contexto. Antes era con látigos, luego con zancudos armados; hoy es con aplicaciones, con tasas, con intermediaciones que se disfrazan de servicio pero funcionan como peaje. El relato se ha refinado, pero el reparto sigue intacto: unos trabajan, otros recaudan. Espartaco se rebeló, las hormigas construyeron un pájaro; los negocios locales, en cambio, apenas alcanzan a resistir. Lo hacen en soledad, sin armas, sin aliados, sin siquiera la ilusión de que alguien los ve.

    Y sin embargo, todos lo ven. Solo que ya no lo discuten como problema, sino como clima. Lo aceptan como parte del paisaje: el declive de la ferretería, el cierre de la panadería, la caída del mecánico que no pudo pagar el nuevo datáfono. Se menciona en informes, se mide en curvas, se lamenta con tono neutro. Pero en el fondo, se ha dado por inevitable. Como si el mercado estuviera diseñado para avanzar eliminando lo que no entra en la maqueta. Como si no quedara otra que asumirlo con resignación o adaptarse en silencio.

    Yo no comparto ese diagnóstico. Y no porque me crea el portador de una alternativa brillante, sino porque lo que veo no es una transformación imparable, sino una anomalía sostenida. No es que los negocios locales ya no funcionen: es que han sido excluidos de la escena con una mezcla de tecnocracia, negligencia y desprecio. Se los reemplaza con narrativa. Y lo que no se puede reemplazar, se omite.

    En ese escenario, fingir sería un lujo. No tengo padrinos que me respalden ni fondos que me toleren el error; no tengo comité asesor, ni storytelling en video, ni vínculos con los dueños de las cámaras de comercio. Y sobre todo, no tengo tiempo para hacer un producto mínimo viable, y mucho menos una ilusión con flujo de caja. Lo que voy a construir tiene que funcionar desde el primer día, no por ambición, sino por urgencia. Porque no hay una segunda instancia. Porque si no funciona, no se aprende: se cae.

    No tengo espacio para probar, ajustar, reformular. Lo mío no es un entorno controlado de validación. No es un laboratorio, ni un campus de innovación. Es un puente que debe sostener peso real, desde el inicio. No hay épica. Hay necesidad.

    Y aunque lo parezca, no estoy solo. Tampoco estoy rodeado de inversores ni de expertos de Silicon Valley. Me acompaña un par de personas que confían, no porque proyectan, sino porque ya nos hemos visto saltar como un trapecista sin red de seguridad. Algunos creen por experiencia. Los menos, simplemente, por cariño. Nadie lo hace por cálculo. Y por eso están.

    Y no, no tengo vocación de héroe solitario. No estoy improvisando mi discurso de legado o despedida, mientras me bombardeen el palacio con aviones y tanques, como en los viejos golpes militares… o con notas de prensa y rondas de inversión, como en los nuevos. Lo que estoy haciendo no es una retirada. Es una entrada.

    Pero si los que están no estuvieran, igual lo haría. No porque quiera. No porque pueda. Porque hacerlo es mi única opción.

    Artículo publicado en romanrisk.com

    Debes leer

    spot_img