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    Conservadores: Bari Weiss y la superioridad moral de la minoría correcta

    romanrisk.com

    Este es un debate de élite. No de los que cuentan bultos de cemento ni de los que hacen malabares con el costo de la vida. No de los que entran a una tienda y calculan mentalmente si lo que llevan les alcanzará hasta fin de mes. No. Este es un debate de blancos con apellidos compuestos, de intelectuales de Nueva York, San Francisco, Washington o Madrid, que juegan a ser rebeldes, de comentaristas que se indignan en pantallas bien iluminadas mientras «degustan» un vino de cosecha orgánica.

    Y, sin embargo, nos afecta. Porque estas discusiones, tan lejanas del ruido de la calle, terminan diseñando las narrativas y políticas de los que nos gobiernan. Afectan a todos, aunque algunos solo se den cuenta cuando es demasiado tarde.

    Yo no soy mujer, ni lesbiana, ni judío. Tampoco fui a una universidad de la Ivy League ni formo parte de algún club donde se deciden las reglas del debate público. Pero a diferencia de quienes creen que la historia la escriben los que tienen razón, sé que la escriben los que entienden cómo funciona el juego. Y Weiss, que se presenta como su gran crítica, lo entiende mejor que nadie.

    La cancelación más rentable del siglo

    En 2020, Weiss renunció al New York Times y se vendió al mundo como la Juana de Arco de la libertad de expresión. Según su relato, la redacción del periódico se había convertido en una inquisición progresista que no toleraba el disenso. Su carta de renuncia fue leída por la derecha como un manifiesto libertario y por la izquierda como la confesión de una reaccionaria que, en el fondo, siempre había estado del lado equivocado de la historia.

    Pero ¿qué es más rentable hoy en día: ser editora en un diario en decadencia o la disidente número uno del progresismo? Porque su exilio de The New York Times no la condenó al silencio, sino a un negocio brillante. Pasó de ser una periodista más en la burocracia de los medios tradicionales a dirigir The Free Press, una empresa con más de 136,000 suscriptores pagos, generando al menos 10 millones de dólares al año y valorada en 100 millones en su última ronda de financiación.

    ¿Fue víctima o empresaria visionaria?

    El progresismo que tanto critica ha convertido la identidad en una divisa, y Bari Weiss ha sido su mejor inversora. Su cancelación fue una oferta pública de venta: transformó la persecución en marca, y el desprecio de la izquierda en un salvoconducto para la derecha. A los liberales desencantados les vendió resistencia. A los conservadores, redención.

    Es decir: dejó de escribir para The New York Times y empezó a escribir para la historia.

    Juana de Arco o Scarlett O’Hara de la cancelación

    Weiss se imagina a sí misma como una mártir del pensamiento libre, quemada en la hoguera de la corrección política por decir lo que nadie se atreve a decir. Pero en realidad, su historia se parece más a una de esas películas románticas de la Guerra Civil: atrapada entre dos bandos, demasiado rebelde para la aristocracia woke que la desprecia, demasiado decente para la brutalidad de la derecha con la que coquetea.

    Es la Scarlett O’Hara de la cultura de la cancelación, vendiendo su tragedia en entregas semanales a 10 dólares la suscripción. En cada artículo suspira con nostalgia por un mundo donde la libertad de expresión era pura, los intelectuales bebían whisky sin miedo a ser cancelados y los periódicos aún dictaban el rumbo de la civilización.

    «A Dios pongo por testigo de que nunca volveré a ser cancelada», se dice, mientras los inversores le confirman que no hay nada más lucrativo que vender la imagen de mártir.

    La minoría buena vs. la minoría mala

    Weiss ha perfeccionado lo que dice combatir. Critica la obsesión de la izquierda con la identidad, pero ha construido su autoridad en función de la suya. Mientras señala con desprecio a los woke por convertir el sufrimiento en credenciales, su propio ascenso es una oda a la identidad como argumento de poder.

    Si un hombre blanco, heterosexual y católico dijera lo que dice Weiss, nadie lo escucharía. Sería un espectro entre tantos en la neblina de opinadores de la vieja escuela, esos que siguen creyendo en la primacía de los argumentos, un conservador más, de esos que pululan en universidades y diarios con la frustración de saber que ya nadie los escucha. Pero ella es mujer. Y judía. Y lesbiana. Y lo bastante gorda como para que nadie la pase por alto en una marcha progresista. Y eso lo cambia todo.

    ¿Quién dijo que el progresismo es el único que capitaliza la identidad?

    El identitarismo de derecha

    Weiss ha encontrado su nicho en un nuevo tipo de conservadurismo, uno que no rechaza el identitarismo en sí, sino que busca reemplazar la jerarquía de opresión progresista con otra más conveniente. En este nuevo orden, los buenos no son los marginados por raza, género o clase, sino los que han sido «perseguidos por la corrección política«. Y ahí, por supuesto, Weiss encaja a la perfección.

    La derecha ha aprendido que necesita sus propias figuras de «disidencia identitaria»: mujeres contra el feminismo, negros contra Black Lives Matter, trans contra el lobby LGBT. Pero Weiss juega en una liga distinta. No necesita ser una outsider furiosa. Puede vestirse de intelectual sofisticada y decir lo que Tucker Carlson diría, pero con una copa de vino en la mano y una cita de Orwell.

    La paradoja Weiss

    La ironía final es que, en su guerra contra el progresismo identitario, Bari Weiss se ha convertido en su versión conservadora. Ha aprendido a usar la identidad como argumento de autoridad y a victimizarse cuando le conviene. En su lógica, cargar con la memoria de seis millones de judíos exterminados le otorga un saldo moral inagotable, suficiente para justificar la muerte de cinco millones de palestinos y aún quedar con crédito para futuros ajustes de cuentas en Siria, Líbano o Irán. Todo, por supuesto, mientras reparte certificados de moralidad desde una posición de poder.

    Y entonces, ¿qué nos queda a los que no somos protagonistas?

    Este es un debate de élite. Se libra entre los que escriben las reglas del juego y los que creen que se están rebelando contra ellas. Pero todos juegan el mismo juego: unos se hacen pasar por revolucionarios, otros por disidentes, y al final todos terminan en la misma fiesta, financiados por las mismas fortunas, bebiendo del mismo vino caro y compitiendo por la misma audiencia.

    Yo, mientras tanto, sigo con lo mío. No me quejo, no lloro ni convierto mi biografía en un modelo de negocios. Solo observo y aplico lo que veo.

    Después de todo, soy bajo, gordo y moreno. No hay espacio para mí en la narrativa de los mártires. Nadie financiará mi tragedia ni invertirá en mi disidencia. No habrá un podcast épico sobre cómo fui silenciado ni una ronda de financiamiento para darme una plataforma donde «desafiar el statu quo».

    Pero eso no me preocupa. Porque si algo he aprendido es que el problema no es que el juego esté manipulado. El problema es jugar sin entender las reglas.

    Así que mientras unos creen que están cambiando el mundo y otros que lo están salvando, yo lo miro con la única perspectiva que realmente importa: la del que entiende que todo esto es una industria.

    Algunos todavía creen que se trata de ideas.

    Yo aprendí hace tiempo que se trata de clientes.

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