Por Claudio Roman, romanrisk.com
Coltrane humedece la caña de su saxofón con la calma de quien conoce el filo de su propia arma. La batería arranca sola, marcando un tiempo vacío, como un eco sin dueño. Un latido seco, insistente. Unos segundos de engañosa estabilidad, lo suficiente para hacer creer que hay un plan.
Y entonces, lo empujan al escenario.
Sin aviso, sin introducción, sin acordes que amortigüen la caída. Countdown se desploma sobre el aire como un ascensor sin cables. El saxofón entra solo, cortando la noche como si estuviera hecho de vidrio y urgencia. Lo primero que se siente es vértigo. El mismo que debió haber sentido el pianista cuando notó que Coltrane había arrancado sin él. Pero esa es la clave: Countdown no espera a nadie. Es un asalto en plena luz del día, una prueba de muerte para cualquier saxofonista, una trampa de la que pocos salen con vida.
El oído busca un punto de referencia, algo a lo que aferrarse, pero no lo hay. Los acordes cambian antes de que uno pueda reconocerlos. Cada nota está exactamente donde debe estar, pero ninguna está donde se la espera. No es caos. Es precisión a una velocidad inhumana. Como si alguien hubiera tomado todas las reglas del jazz, las hubiera doblado hasta el límite y, justo antes de romperlas, hubiera decidido hacerlas funcionar de otro modo.
En el jazz, como en la vida, pocos se atreven a dar ese salto. Y por eso menos se atreven a seguirlos.
La Ilusión de la Estructura
No todos lo notan al principio.
Algunos solo escuchan el impacto, la furia del saxofón lanzado al vacío. Pero hay un instante—apenas una fracción de segundo—en el que todo se alinea. No es algo obvio. Es un destello, un parpadeo en el que la maraña de notas se ordena en patrones que no estaban ahí hace un segundo. Es la diferencia entre ver un truco de cartas y entenderlo.
Porque no, Countdown no es improvisación salvaje. Es un mecanismo de relojería oculto bajo una avalancha de sonido. Cada giro inesperado estaba escrito antes de que sucediera, cada falso desvío conducía exactamente a donde tenía que llegar. Como un mago que parece estar lanzando las cartas al azar, pero que al final revela que todas estaban en su sitio desde el principio.
La trampa es elegante: no es que la estructura no exista, es que no está donde se la busca. Los acordes no desaparecen, pero se mueven antes de que el oído pueda atraparlos. Coltrane no avanza en línea recta, salta en ángulos imposibles. Cada compás es un desvío que lleva exactamente al mismo destino.
Algunos escuchan solo ruido. Otros entienden demasiado tarde.
En el jazz, como en la vida, no se trata de seguir el ritmo. Se trata de saber dónde estará antes de que llegue.
Las Reglas Secretas del Juego
Solo algunos podrán entender las claves. Como si el efecto del weed, en el momento exacto, revelara una verdad prohibida. Algo que siempre estuvo ahí, pero que pocos pudieron ver.
Para entender lo que está pasando aquí, hay que mirar lo que falta. Tune Up, el tema de Miles Davis sobre el que está construido Countdown, tiene una progresión sencilla, casi predecible. Pero Coltrane no toca esos acordes. Los reemplaza.
Y aquí viene el truco.
En lugar de moverse con la lógica esperada, salta en terceras mayores, creando un ciclo de acordes que desorienta al oído entrenado en progresiones más dóciles. Cada acorde parece abrir una puerta a otra tonalidad antes de que el oído pueda procesar la anterior. No es que la armonía desaparezca: se vuelve un blanco en movimiento.
Esto es lo que se conoce como los Coltrane changes. No es un truco menor. Es un golpe de estado armónico. En lugar de avanzar con la estabilidad de un sistema tradicional, la armonía está en constante fuga, empujando el oído hacia lugares que no esperaba llegar.
Pero aquí viene la trampa: Coltrane entra sin avisar.
El saxofón ataca solo, sin la introducción armónica habitual. La batería y el contrabajo sostienen la tensión, pero el piano—ese punto de referencia que normalmente estructura la armonía—se mantiene en silencio. No hay acordes marcando el camino. Solo el vacío y la velocidad.
Los oídos menos entrenados creen que está tocando demasiado rápido. Que su ataque es una cuestión de vértigo. No entienden que el truco no está en la velocidad, sino en la dirección. Coltrane no está simplemente tocando notas: está moviéndose en un mapa que él mismo diseñó, usando rutas que nadie más había trazado.
Y sin embargo, él nunca se pierde. Porque esta estructura—este mecanismo oculto que se despliega mientras avanza—es suya.
No es caos. Es la diferencia entre quien camina a ciegas y quien ya vio el plano antes de empezar.
Y si lo entendiste, entonces ya sabes de qué lado estás.
El Último Compás
El pianista todavía lo está buscando. No sabe en qué compás entró Coltrane, si lo hizo demasiado pronto o si él llegó demasiado tarde. Quizás ambos. La armonía que debía estar ahí ha desaparecido, sustituida por algo que nadie vio venir.
Porque siempre hay alguien que no espera. Que entra antes de tiempo, sin aviso, sin concesiones. Que no necesita el acorde previo para saber cuál es el siguiente.
El saxofón sigue adelante. Las notas caen, rebotan, atraviesan el aire sin pedir permiso. No hay forma de frenarlo. Lo único que queda es decidir si seguirlo o quedarse atrás.
En el jazz, como en la vida, hay quienes esperan. Y hay quienes ya estaban un compás adelante.