Raúl Peñaranda U.
No puede haber nada más excitante para un adolescente que ver a dos chicas en topless, al borde de una piscina, en pleno día. Lindísimas, además.
En 1984 yo había creado un periódico mural, llamado El Saxo, en el colegio Los Padres Franceses de la Alameda en el que estudiaba. Era 1984, yo estaba en segundo medio y tenía 16 años. Con mis compañeros Pablo Reyes y Ernesto Benke decidimos entrevistar a Miguel “Negro” Piñera.
El Negro había participado en 1983 en el Festival de Viña y algunas de sus canciones tenían ritmos bolivianos. Su carrera estaba en la cima.
Ximena, una de mis mejores amigas y, además, mi abuela, averiguó con la madre del cantante, a quien ella conocía bien, la dirección de la casa del músico. Era en Lo Curro o La Dehesa, no lo recuerdo, cerros santiaguinos en el que vivían algunas familias de altos ingresos, lejísimos del centro, y que, por lo menos entonces, tenían pocas casas, todas en terrenos de media hectárea. Llamé por teléfono para concertar la cita, pero nadie contestó. Decidimos ir de todos modos y probar suerte. Pablo, Ernesto y yo tomamos tres buses para llegar hasta allá. Luego, había que hacer un largo trayecto a pie porque el transporte público no llegaba hasta el barrio. Tiene que haber sido octubre o noviembre porque hacía calor, pero seguíamos en clases. Mientras más caminábamos cuesta arriba, más teníamos que irnos sacando la ropa: primero la chaqueta colegial, después la chomba y la corbata. Y luego, tratar de hallar la casa, pero muy poca gente caminaba por allí y era difícil encontrar a quién preguntar.
–¿Sabe dónde vive el Negro Piñera?
–Más arriba, en una casa sin número, detrás de unos árboles.
Bueno, pocas casas tenían número y todas estaban detrás de unos árboles…
Pero preguntando se llega a Roma.
Recuerdo un muro de piedra, más o menos de un metro de alto, rodeando un terreno. Y una puerta abierta. Nadie respondió a nuestros llamados. No había timbre. Entramos. Vimos un caminito y muchos árboles, ya florecidos. Y detrás de la casa, una piscina; y sentadas en el borde del agua, dos jovencitas; y las dos jovencitas conversando entre ellas, riéndose; y ambas recibiendo el sol primaveral, desnudas.
Los tres nos quedamos perplejos. Ellas, como no nos esperaban, y seguramente no recibían muchas visitas que se diga, estaban totalmente distraídas. Las mirábamos absortos, a no más de cinco metros, viéndolas de perfil. Recuerdo que las dos eran delgadas, de piel blanca, con pelo lacio, rubio, una más voluptuosa que la otra. Las recuerdo hermosas, moviendo los pies en el agua. Las dos se convirtieron en parte central de mis fantasías adolescentes y supongo también que en las de Pablo y Ernesto.
Como nada dura para siempre, una de las dos nos vio. Chucha, dijo. Y se metió al agua. La otra todavía no entendía lo que pasaba y siguió posando para nosotros, unos segundos más, echando el cuerpo hacia atrás, apoyando los codos en los azulejos de alrededor de la piscina como para que el sol la bañara entera y nosotros pudiéramos verla mejor. Pero su amiga la reconvino. Métete al agua, hueona.
Y nosotros, siendo parte de una escena absurda, mirándolas, sin poder pronunciar palabra, petrificados, con la boca abierta.
–¿Quiénes son ustedes?
–Buscamos al Negro Piñera…
Y entonces salió él de la casa, según recuerdo con dos vasos de algún trago en la mano. ¿O dos cervezas? ¿O tres? ¿O solo eran refrescos? Estaba con su barba crecida, su pelo con corte tipo Jesucristo, sus blue jeans viejos y unas alpargatas recubiertas de cáñamo.
–¿Qué hacen aquí?
–Somos del colegio Padres Franceses y venimos a…
–No entiendo. ¿Colegio qué?
Tantos años después recreo la escena y llego a la conclusión que el Negro actuó muy bien. Nos trató con todo respeto, pese a que no implicábamos para él de ningún interés. Había sido entrevistado por los medios de comunicación más importantes de Chile, y algunos del mundo, y llegaban hasta su casa tres mocosos, sin previo aviso, importunándolo con sus dos amigas, entrando hasta el medio de su casa. Pero reaccionó con calma. Lo único que dijo, para sacarnos de la vista de las dos chicas, fue un “vengan pacá”.
Nos condujo a lo que supongo era un parrillero. Las dos chicas quedaron fuera de nuestra vista.
Respondió nuestras preguntas con santa paciencia y le resbalaron mis irritantes consultas sobre el “robo” del supuesto folklore boliviano.
–¿Saí’ que má’? En el arte todos somos hermanos, todo los países de la zona andina somos hermanos. Yo amo el folklore de Bolivia…
Fin de la discusión.
Los tres teníamos unas ganas enormes de volver a salir hacia la piscina y ver otra vez a las dos diosas nórdicas que confundían nuestras sensaciones. Pero no. El Negro nos invitó coca-colas y luego nos condujo a la puerta de calle.
–Chao chiquillos.
Con Pablo hemos recordado esa escena ciento cincuenta mil veces, preguntándonos si, quizás, un amigo de Piñera estaba dentro de la casa y que, por tanto, el cantante disfrutaba sólo a una de las dos amigas y no a las dos.
Cuando salió la nota publicada en El Saxo omití el tema de las dos chicas de Piñera. Pero tantos años después supongo que es un dato que se puede revelar.
Raúl Peñaranda U. es periodista boliviano. Vivió su adolescencia en Chile.