Antes que el Ministerio de Bienas Nacionales se preocupara de tener acceso a las playas, en plena dictadura ello no ocurría. Ese ministerio llegaba hasta otorgar títulos de dominio a parceleros, cuando mucho. No tenía el nivel que exhibe hoy, aunque es el último en el protocolo. Entonces era un general de Carabineros el que tenía a cargo Bienes Nacionales.
A mediados de los años ’80 veranear era un lujo para la clase media y una utopía para la baja. Pensar en ir a Pucón era prohibitivo, pero no para mi amigo Marcos.
Vivíamos cerca de la carretera Panamericana, en la comuna de La Cisterna. En esos años los buses interurbanos paraban en cualquier lugar, cualquier día y a cualquier hora. Marcos salió con su familión y partieron hacia el sur. Era un sábado, su primer día de vacaciones.
¿Hasta dónde llega, amigo?, le inquirió al conductor. Yo voy a Pucón, ¿cuántos son ustedes? Marcos comenzó a contar y cuando iba llegando a la docena le respondió: «Como veinte, pero no tenemos mucha plata». Cerraron el trato y partieron, acomodados en el pasillo de un bus que llevaba hasta pasajeros de pie.
Al amanecer llegaron a Temuco, por una ruta que entonces no era doble vía, que tenía en su trazado la Cuesta Lastarria. La ruta 5 era un camino peligroso. El conductor paraba en cada río donde podía para aprovechar el viaje y enfriar la máquina. Los pasajeros, aparte de los familiares de mi amigo, hacían amistad y pronto surgía una guitarra con la cual entonaban Guantanamera o El Cigarrito. El viaje era largo, pero arriba del bus ya era vacaciones.
Al día siguiente enfilaron hacia Villarrica. Pasaron Freire y se les abrió la mañana con la vista del volcán. Marcos comenzó a correr las cortinas para ver dónde terminaría el viaje. El lago estaba calmo y las mansiones que lo rodeaban se sucedían una tras otra. El lugar era hermoso, la vegetación, los cuidados jardines parecían Europa.
«Pare, pare. Acá nos bajamos», dijo con voz fuerte, con vozarrón de locutor de FM, mi amigo Marcos. Despertó a varios que aún se dirgían a Pucón, pero pasado Villarrica encontró el lugar. «Hasta acá llegamos», le dijo al conductor. La máquina se recostó sobre la estrecha berma y comenzaron a bajar bolsos, canastos y las carpas que llevaban.
Una alambrada de púas separaba el camino del lago, y entremedio una casa de estilo californiana, desocupada. Cortó los alambres e instaló su campamento junto al lago. De pronto se dio cuenta que había un letrero que señalaba el lugar como «Playa Linda». Comenzaron a preguntar algunas personas si era posible acceder al lago. Marcos fue más lejos. La agregó al letrero la leyenda, «Acceso Gratuito».
En 24 horas el sitio estaba copado de argentinos que sacaban sus parrillas y hacían el asado. En la casa no había nadie y no llegaba nadie a preguntar por los nuevos inquilinos. Marcos se preocupó y organizó que nadie se instalara en los jardines, pero los Che eran muchos y comenzaron a coparlos.
Al quinto día llegaron los dueños. ¿Qué es esto? ¿Quién los autorizó?¿Quiénes son los responsables? Los argentinos tomaron la palabra:¿De qué hablás, che? Marcos dijo «no sé, nosotros llegamos hace cuatro días y esto estaba así». Nadie se ha entrado a la casa y los jardines están hasta regados, lo que hemos hecho es cuidarle. Lo único que hemos hecho fue ocuparle el quincho y el baño del jardín, pero vaya a verlo, está impecable».
Lo que sucedió a continuación no es parte de esta historia, que se prolongó por dos semanas en «Playa Linda».