Por Odette Magnet
Santiago del Solar está casi ciego. La mácula está liquidada, me dice, y no tiene vuelta. Por eso no me escribe, me explica, porque le cuesta mucho y comete demasiados errores tipográficos. Además, le resulta casi imposible escribir a mano porque tiene artritis y sus dedos parecen ramas retorcidas de un árbol viejo. Lo dice él, no yo. Lo escucho, con atención, incluso vuelvo a escuchar el audio que me manda por WathsApp y su voz fina se tensa al final de cada frase como el hilo de un volantín a punto de cortarse. Las lágrimas van subiendo, y van llenando las cuencas de mis ojos hasta el borde y van cayendo mejilla abajo, lentamente, gota a gota, hasta detenerse en la comisura de mis labios. Quisiera consolarte, Santiago, abrazarte por detrás con mis brazos tibios, un rato largo, hasta que esa melancolía helada que te aprieta el corazón se diluya, se derrita y en tu boca quede el sabor dulce de la felicidad intermitente, a los 82 años, con la vida entera a tus espaldas, el pasado comiéndote el futuro como un perro rabioso mordiendo tus tobillos.
Me hablas de tus dos hijas que viven en Barcelona, ya casi no se juntan, con suerte una vez al año para navidad o para tu cumpleaños, viajan a verte y tu gozas con tus cuatro nietos. Están casadas, les va bien, tienen sus vidas armadas, agregas, como si fueran dos rompecabezas, de esos de mil piezas que armábamos cuando niños en las tardes de invierno en el sur de Chile, con la chimenea prendida y la lluvia espesa que caía porfiada durante horas, con una monotonía que apaciguaba temores y espantaba soledades. La vida era buena, olía a pan recién horneado, la cazuela hervía desfachatada y mi madre recogía su pelo color miel en un espiral apretado a la altura de su nuca, justo antes de empezar a pelar una fuente de papas. De mi padre no tengo recuerdos. No te conocía entonces, Santiago: eras ocho años mayor, un adolescente con sueños de poeta, habitante del norte grande, tierra seca, atravesada por grietas zigzagueantes, gente hosca, pocas palabras y mirada furtiva. No teníamos nada en común. Tú querías ser escritor, poeta, algo con las letras, anhelabas viajar y conocer el mundo. Hablabas de la justicia social y la lucha de clases. Yo soñaba con ser actriz, amaba los ojos somnolientos de la Audrey Hepburn y los pechos generosos de la Sofía Loren. Quería ocupar todas las pantallas gigantes, situarme bajo un enorme foco que me encandilara y dejara al desnudo mis emociones más profundas y las miserias oscuras de la humanidad.
Ya no me quedan amigos, me cuentas, casi todos han muerto, salvo dos o tres que son un poco menor que yo. Nos vemos con cierta frecuencia porque viven cerca, uno es chileno, exiliado acá desde hace cincuenta años. Pero nos acompañamos, sigue tu monólogo, nos cuidamos y nos queremos. Me aseguras que tienes una vida amable, tranquila, con días soleados. Era lo que querías, envejecer con dignidad, rodeado de cariño, sin sobresaltos. Y buena salud. Qué más se puede pedir, me preguntas, sin esperar respuesta. Tus palabras se van deslizando entre mis dedos, ocupando mi silencio como las cuentas de un rosario, como oraciones frente a velas encendidas en medio de la penumbra de mi hogar. Lo pensaste bien y hace muchos años decidiste echar raíces -esta vez para quedarte-en ese pueblo español apacible, casi aburrido, que tiene nombre de remedio: Motril. Porfiado como esa lluvia, te dedicaste a escribir poemas, algunos cuentos, modestos, sin grandes pretensiones, pero bien escritos. Terapéuticos, según tú. Un oficio que te enmendara el alma o te la parchara al menos, si es que fuera posible, si es que pudieras abrazar la amnesia, enterrar la memoria, dejar atrás el horror y comenzar otra vida. Inventarse un personaje. Como si recién nos conociéramos me dices que dejaste Chile abatido, en otro siglo. En esa primavera desteñida la llamada patria te dio la espalda y nunca más regresaste. En tu grabación me cuentas un episodio que no conocía y, quizás, no habías querido o podido compartirlo antes. Fue durante tu detención en el cuartel de Investigaciones en Valparaíso. Con la vista vendada, tras una larga sesión de torturas, habías sido arrastrado por un pasillo. Cuando llegaron a la boca de una escalera, el hombre te soltó y te ordenó que caminaras porque todavía faltaba para llegar. Pero tú sentiste el vacío, el vértigo de una fosa profunda delante tuyo y te negaste a dar un paso más. De pronto, tu captor, exasperado, se colocó detrás tuyo, te gritó yo te voy a ayudar concha ‘e tu madre y te dio un fuerte empujón que te lanzó escalera abajo. El episodio se repitió tres veces, tres días seguidos y, a partir de entonces, tus captores se burlaban de ti y te apodaron “el dominó”. Sólo entendiste el por qué cuando, a la semana siguiente, alguien te pasó un espejo y pudiste ver que tu rostro estaba amoratado hasta la línea del pelo, la oreja, las mejillas, el cuello, el brazo. Todo el lado derecho negro como la tinta y el otro con su color normal de piel, en contraste, parecía blanco. Casi al final de tu relato se te quebró la voz y fingiste toser para ocultar tu emoción. Sentí mucha vergüenza y mucha rabia, remataste.
-¿Tienes planes de venir a Chile?- te pregunto y se me escapa un sollozo que no alcanzo a atajar.
-No, imposible- me dices. Ya es muy tarde. Ahora yo le doy la espalda a la patria. Nada me une a ella y hasta mi alma sigue amoratada. Voy a morir aquí y está bien que así sea. Nunca pensé que iba a vivir para contarlo, ¿sabes? Y es bien cursi lo que te voy a decir, pero uno se pone cursi con la vejez. La vida me dio una segunda oportunidad. España me acogió con afecto y solidaridad, después de mi detención y expulsión. Mi padre era español, ingeniero, republicano, de los que se fue a Chile en el Winnipeg. Aquí encontré un sentido de pertenencia, el círculo se cierra, amiga. Pero basta, cuéntame de ti, ¡la última vez que te vi eras una chiquilla! Estudiabas teatro en una academia conocida, cuyo nombre no recuerdo. Me han dicho que eres una actriz famosa, que has participado en muchas teleseries exitosas.
Te escucho, y miro fijamente una fotografía tuya que guardo en mi celular. Tienes unos 25 años, habías egresado de sociología de alguna universidad. Yo 17, en el último año de colegio, haciendo trabajos voluntarios durante la Unidad Popular. Estamos en un encuentro de camaradería, en Peñuelas. Nos habíamos conocido días antes porque ambos trabajábamos en el proyecto de los balnearios populares. De pelo rubio, lacio, contextura delgada, más bien menudo. Los ojos claros, entre grises y azules, con anteojos. Unos pelos ralos en el mentón, un mechón puntiagudo que me recuerda las barbas de las cabras. En realidad, estamos los dos en la foto: tu brazo rodea mis hombros y yo tengo los brazos cruzados. Estoy flaca, el pelo largo, fachosa. Los dos bronceados, de jeans, sonrientes, tan jóvenes. Te reías de mí porque escuchaba -y cantaba- las canciones de Adamo, Sandro y Cat Stevens. Tú, siempre más militante-ambos estábamos en la Izquierda Cristiana-seguías con fervor a Víctor Jara, Los Blops y Quilapayún. Nunca hubo romance entre los dos, no había química, éramos como hermanos o muy buenos amigos. Ni más ni menos. A mí me parecía que eras muy mayor para mí y demasiado serio. Mucho compromiso, poca piel. Pero te admiraba por tu congruencia.
Más tarde coincidimos en algunas reuniones de partido. Supe que te habías casado con una compañera socialista. Pero con la llegada del Golpe, se desmoronó todo. Me contaron que te había detenido la DINA junto a tu esposa. Fueron brutalmente torturados, a veces uno en presencia del otro. Durante seis meses conocieron el infierno y regresaron. Ella estaba embarazada y perdió al hijo. Pero, finalmente los expulsaron y se instalaron en Barcelona. Tuvieron a las dos niñas y, durante una década, un buen matrimonio. Hasta que dejó de serlo. Le sucedió a tantos. Como dijiste en una carta tuya que, misteriosamente, llegó a mis manos en esos años, se acabó la magia. Confieso que me pareció un poco infantil la explicación, pero no quise insistir. Poco después del divorcio Elsa- se llamaba Elsa- murió de cáncer al colon.
Tu audio ha terminado. Quizás, querido Santiago, te hable de mí en una próxima grabación. Quizás no. Cada día hablo menos y escucho más. Tú te vas quedando ciego y yo, muda. Curioso: pese a tanta ausencia y distancia que nos separa, siento un vínculo contigo que ni yo sé descifrar. No abandono la posibilidad de ir a verte, antes de que se nos acabe el tiempo. Para despedirnos, para explicarnos, para rearmarnos como un enorme rompecabezas, pieza por pieza.