Juro que no es por fanfarronear, pero la otra noche soñé que un amigo periodista me pedía que escribiera una crónica sobre Umberto Eco, para publicarla en el diario local. Cuando desperté el texto me estaba quedando realmente bueno, hablaba de que prefería de Eco sus columnas y artículos que su Tratado de Semiótica General que, cuando por obligación académica tuve que estudiarlo, lo encontré farragoso y entendí bien poco y mal. Me levanté veloz de la cama para guardar el texto en word, pero se cortó la luz, apagó el computador, perdí el escrito y la inspiración.
La noche siguiente me desperté tarareando una inédita canción que en sueño había compuesto, letra y melodía era más pegajosa, cautivante y desgarradora, que la versión “Love Hurts”, del grupo escocés Nazareth. Estaba para primer lugar del Billboard o por lo menos un Grammy, pensé entonces traspasar la partitura a un pentagrama, pero nunca aprendí a escribir, menos leer música, a duras penas conozco la escala musical y, de sacar la melodía en esa flauta dulce que hay en todas las casas, sería imposible, no tengo oído musical, desafino hasta cuando toco el timbre.
Si soy persistente y sigo por esta senda mañana despertaré con las manos manchadas de acuarela, oleo o pastel, tras pintar un cuadro que será más enigmático y hermoso que “El jardín de las delicias” de El Bosco, me llamarán para exponerlo en el Museo del Prado, en Madrid; pero el caso es que no sé pintar ni dibujar, las pocas veces que lo hice fue en clases de artes plásticas en la enseñanza media, nos pidieron pintar una naturaleza muerta, mis trazos y pinceladas fueron el mamarracho de un limón mohoso. El profesor se espantó, me miró y, como era último día clases, finalizaba el año, por compasión, me colocó un cuatro, sabiendo que merecía un 2, porque un nene de jardín de infantes, cuando en medio menor le pasan tempera para pintar con las manos, dibuja y pinta mejor que yo.
Cuando pienso si no será ya tiempo de despertar o cometer suicidio artístico, en sentido metafórico, por supuesto, recuerdo la escena final de la película “El Decamerón”, de Pier Paolo Pasolini, en la que un pintor, interpretado por el propio Pasolini, tras acabar el fresco de una capilla, comenta: “Por qué crear una obra de arte si es mejor soñarla”.
No es por comparar, pero creo, sin falsa modestia, ser más fiel a esa máxima que Pasolini, él de verdad filmó una obra de arte, mientras que mis versátiles creaciones, son meras ensoñaciones.
Pepito El Breve