David Lynch ha muerto, pero el último misterio permanece bajo el césped

Por Claudio Román desde romanrisk.com

 

La dictadura en mi país no logró hacerme paranoico. Uno pensaría que vivir entre sombras, con toques de queda y sospechas permanentes, te arruinaría los nervios, pero la juventud tiene esa virtud suicida de creer que todo es una aventura. Por eso corríamos riesgos innecesarios, desafíamos soldados en las calles y gritábamos consignas que nos podían costar la vida. Éramos valientes por ignorancia, o quizás por terquedad. Nada de eso me quebró. Hasta que, una tarde cualquiera, Terciopelo azul hizo lo que ni los militares habían logrado.

Eran los ochenta tardíos y yo estudiaba en la universidad. Además de estudiante, cumplía algunos roles en la resistencia. Organizábamos protestas, distribuíamos panfletos, y en mi caso, también escribía historias. Era algo curioso: siempre me pedían lo mismo. “Claudio, escribe algo que enganche a los “compañeros”. Algo que acabe en imágenes, que la gente pueda ver y sentir”. Eran historias diseñadas para movilizar, para que quienes estaban cómodos en sus rutinas sintieran que era imposible seguir siendo indiferentes.

Esa tarde, escapé del campus y terminé en una pequeña sala de cine, una de esas que proyectaban películas «diferentes», siempre al filo de la censura. En esos tiempos, cualquier cosa podía estar prohibida, pero Terciopelo azul logró pasar. Supongo que el censor, algún híbrido entre militar y burócrata civil de derechas con una mirada estrecha, pensó que era un simple thriller policial. Qué ironía. Porque lo que yo vi no tenía nada de simple, y mucho menos de seguro.

Durante dos horas, Lynch tomó esa falsa normalidad en la que vivíamos y la destrozó frente a mis ojos. Todo lo que parecía perfecto —el césped, las fachadas limpias, los suburbios tranquilos— se desmoronó para revelar lo que siempre había estado ahí: insectos devorando el corazón de las cosas. Me volví paranoico. De repente, lo familiar ya no lo era. Miraba a la gente a mi alrededor y pensaba: ¿qué están ocultando? La dictadura me había enseñado a desconfiar de lo explícito, pero Lynch me enseñó a temer lo que no se ve.

Un par de años después, Twin Peaks llegó para confirmarlo todo. En esos días no existía el streaming ni la facilidad de devorar capítulos en un solo fin de semana. Con un hermano, con quien compartí por décadas muchas pasiones intelectuales, esperábamos cada episodio como si fuera una ceremonia. Nos sentábamos frente al televisor, inmóviles, mientras la pantalla nos transportaba a ese pequeño pueblo rodeado de montañas, donde todo parecía suspendido en el tiempo. Era un lugar con neblina en las mañanas, café negro que parecía un bálsamo y las mejores tortas de cereza jamás hechas. Pero esa tranquilidad era solo un disfraz. Las pasiones más oscuras y los secretos más insoportables se escondían detrás de cada sonrisa, cada saludo amable.

La serie era mucho más que una trama policial: era un desfile de deseos reprimidos, de obsesiones que se colaban como fantasmas en cada escena. Fue la época en que los sótanos de las familias perfectas empezaron a abrirse, y Twin Peaks se convirtió en la llave que muchos no sabían que necesitaban o no querían necesitar. Yo la usé y terminé escapando de Chile.

Años después, ya viviendo en México, el cine seguía siendo una especie de refugio y laboratorio personal. Tenía la suerte de vivir frente a un “cine de arte”, paradójicamente en una zona tan “fresa” como ignorante. En México, esa etiqueta es una curiosidad lingüística: todo lo que no es película de niños o de adultos con la mente de un niño lo llaman así. Pero en ese rincón encontré las obras de David Lynch, una tras otra, como si me estuvieran esperando.

Ahí vi Corazón Salvaje y sentí que el surrealismo de Lynch tomaba un giro visceral. No era un mundo de fantasía, sino un viaje al lado más oscuro y absurdo de las relaciones humanas. Hay una escena en la desenfrenada Corazón salvaje que destila toda la esencia de Lynch: Bobby Peru (interpretado con una perturbadora maestría por Willem Dafoe) seduce a la imponente y sexual Lula (Laura Dern). Pero más allá del juego de poder y el rechazo final de Bobby tras encender la chispa, lo que hace a esta escena inolvidable es su composición visual. En un solo plano, vemos a una nerviosa Lula, en una camisa de dormir corta que acentúa aún más sus interminables piernas, mientras Bobby, desde el baño, aparece reflejado en un espejo. La toma está calculada con precisión milimétrica, usando la profundidad de campo para reforzar la tensión: el espacio íntimo se convierte en un escenario cargado de peligro y deseo, donde cada elemento —las miradas, los reflejos, las posturas— refuerza la incomodidad que te atrapa.

A comienzos de los 2000, luego de varios intentos fallidos por seguir en mi oficio habitual, me encontré enfrentando un prejuicio inesperado: me veía más joven de lo que era. Un cliente incluso comentó, entre risas: “¿Qué va a ser coach y consultor estratégico ese Clark Kent?”. Fue un golpe al orgullo, pero también una invitación a buscar un nuevo camino. Por una confusión fortuita, terminé en la industria dermoestética, iniciando una empresa de publicidad sin haberlo planeado. En México, la publicidad parecía atrapada entre dos extremos: el humor absurdo o las interminables listas de especificaciones técnicas. Me prometí no caer en esa mediocridad. Sin YouTube ni redes sociales que facilitaran la búsqueda de inspiración, me encontré con un comercial dirigido por David Lynch: Gucci Guilty. Su estilo, una mezcla de misterio, sofisticación y atmósfera inquietante, me cambió por completo la perspectiva. Inspirado por ese anuncio, diseñé campañas que rompieron con lo convencional y, para mi sorpresa, no solo funcionaron, sino que me permitieron subsistir con éxito hasta que finalmente regresé a mi oficio habitual.

David Lynch ha muerto. Así, sin más. Con 78 años, un enfisema pulmonar y un cigarrillo probablemente aún encendido en algún cenicero. Su familia, siempre en sintonía con su extravagancia, anunció la noticia con una frase que parecía un enigma lynchiano: “Mantén la vista en el donut y no en el agujero”. Qué decir. Lynch no hacía películas para entendidos, y tampoco para quienes necesitan explicaciones. Era incómodo, deliberadamente hostil a la distracción, como un desafío a los rituales modernos del entretenimiento: la ansiedad de comer, los niños gritones y los celulares brillando en las filas traseras.

De Lost Highway a Mulholland Drive, Lynch continuó perfeccionando su capacidad para diseccionar lo irreal que se esconde bajo la realidad. Lost Highway era un laberinto psicológico que rompía cualquier expectativa lineal, una invitación a perderte y no intentar salir. Y luego Mulholland Drive, esa carta de amor envenenada a Hollywood, con Naomi Watts construyendo su propia caída en un mundo de ilusiones, traiciones y sueños rotos. Si algo definía a Lynch, era su forma de capturar las fisuras de un sistema que insiste en mostrarse perfecto mientras se desmorona por dentro.

Mientras la mayoría de los espectadores comunes salían confundidos o frustrados, yo sentía que Lynch hablaba en un código que ya conocía. Cada película suya era como una advertencia: cuidado con lo que crees entender, porque probablemente estás mirando la superficie y nada más. Su obra, desde Terciopelo azul hasta Sueños, misterios y secretos y Twin Peaks, era una invitación a mirar debajo del césped. No para resolver, sino para ver.

Durante la pandemia, cuando el mundo entero parecía atrapado en su propia versión de una pesadilla lynchiana, David Lynch mantuvo un ritual simple pero desconcertante: sus reportes meteorológicos diarios. Desde su casa en Los Ángeles, con su voz nasal y pausada, describía el clima con frases que se volvían casi un mantra: “Un día precioso con cielos azules y dorada luz del sol”. Era absurdo y reconfortante a la vez. Mientras las noticias hablaban de caos y muerte, Lynch seguía señalando algo tan mundano como si el sol estaba brillando. Era más que un comentario sobre el clima; era un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, lo cotidiano tiene un poder casi terapéutico. Ese contraste entre la inmutabilidad del cielo y la fragilidad de todo lo demás era, quizás, el acto más lynchiano de todos: encontrar lo sublime en lo trivial.

Las historias, cuando son auténticas, nunca son inofensivas. Lynch lo entendió mejor que nadie. Narrativas como las suyas no son un simple pasatiempo; son herramientas de movilización, de resistencia, de transformación. Van contra la corriente, se meten en los intersticios del sistema y nos obligan a cuestionar lo que damos por sentado. Porque al final, las mejores historias no son las que se olvidan al salir del cine. Son las que te acompañan como una sombra, susurrándote que siempre hay algo más allá de lo que se ve.